martes, 11 de junio de 2019

EL PROFESOR PALOMO

Algo parecido a este relato se publicó en un libro. A quien se responsabilizara del mismo le sucedió lo que a los malos pianistas: no supo repetar los silencios. Apareció sin los huecos entre párrafos que yo diseñé.
Cosas que pasan. 
Corrijo: cosas que me pasan a mí.




  EL PROFESOR PALOMO

Antonio J. Quesada

- Qué alegría, encontrarnos después de tantos años, de verdad -comenta, pasándome la mano por el hombro, con gesto cariñoso, mientras bebe otro trago de cerveza.
- Pues sí, la verdad es que sí. Y en qué poco tiempo nos hemos puesto al día, je, je, je –seguíamos bebiendo, mientras nos poníamos al día de nuestra vida y milagros, y de la vida y milagros de aquellos que compartieron aulas y sufrimientos con nosotros, en aquellos años.
- Sí que es cierto, sí. Hemos repasado todo lo repasable, je, je, je. Por cierto, te tengo que confesar una maldad, ahora que podemos contar estas cosas: ¿sabes que, cuando estudiábamos, yo pensaba que tú eras maricón?
- ¿Cómo dices? -me extrañé: me llamó la atención la palabra, que en este contexto sonaba ofensiva (tan diferente al contexto en el que la empleo con mis amigos), y no dejaba de sorprenderme que concediera valor de anécdota reseñable a algo que siempre me ha parecido tan secundario e íntimo como con quién se va uno a la cama.
- Pues sí, yo pensaba que eras homosexual -parece que ha considerado oportuno rebajar el tono verbal, a la vista de la expresión de mi rostro-. Hombre, como hiciste tan buenas migas con “el Palomo”.
- ¿A qué te refieres? –pregunté, ya con un tono menos amistoso y más a la defensiva.
- Hombre, que como hablabas tanto con “el Palomo”, siempre pensé que eras gay.

“El Palomo”. Madre mía: la vida vuelve a mí a bocanadas. José Ramón. El mítico Profesor Palomo, de “Introducción a la Filología Románica”. El mejor profesor que tuve jamás durante la carrera (mejor dicho: durante mi vida de estudiante, en general).
Estudiar Filología Románica tiene mucho de vocacional, y uno espera profesores apasionados con sus temas de trabajo, aunque luego lo que sueles encontrar sea una tropa de funcionarios más preocupados por sacar sus Cátedras, por fastidiar al de al lado y por lograr que les reconozcan sus sexenios de investigación, antes que por enseñar algo a sus alumnos. José Ramón no era así. El Profesor Palomo no era así: el Profesor Palomo fue el profesor que más me enseñó. Y no solamente como filólogo, sino también como creador y como persona.
José Ramón. El profesor Palomo. “El palomo”, o “el palomo cojo”, le llamaban algunos. Algunos que no le llegaban ni a la suela del zapato, todo sea dicho.

Cuando uno entra en la Universidad llega algo desorientado, y más si procede de un colegio público. Los chicos y las chicas de los diferentes colegios privados siguen compartiendo todos esos códigos que compartían hasta entonces, y que les convertía en dueños del cotarro, pero nosotros somos la Legión Extranjera. Maleando a Tolstoi podría apuntar que todos los alumnos de colegios privados se parecen, pero que cada alumno de un colegio público lo es a su manera. Y los que teníamos vocación de creadores, generalmente más sensibles de lo normal, siempre lo teníamos más complicado.
Mal jugador de fútbol, poco agraciado, adornado con aparato de ortodoncia y gafas, y para rematar, con tendencia a ser gordito: nadie puede darme lecciones sobre lo que es estar en minoría, en este mundo. Dentro del grupo de los chicos (porque las chicas, por desgracia, siempre se llevarán la peor parte de casi todo) solamente lo tenían peor que yo, sin duda, aquellos chicos que, en vez de sentirse atraído por chicas, se sentían atraídos por otros chicos. Pero nunca conocí a ninguno en el colegio ni en el instituto, cómo de oculto lo llevarían, los pobres. A mí me gustaban las chicas, pero para el caso es como si me hubiesen gustado las puertas del cuarto de baño o las navajas de Albacete: el resultado era el mismo. Ninguno.
Me gustaba leer, eso sí. Amaba mi mundo interior, que era muy rico, ya entonces. Leía mucho, y también escribía. Mejor dicho: imitaba a mis autores predilectos.
Por eso, llegado el momento, decidí matricularme en Filología Románica.

Me sorprendió que, entre mis compañeros, no hubiese grandes aficionados a la lectura. Yo lo era, aunque tenía mucho que mejorar y necesitaba una orientación de personas más maduras y sistemáticas, pero creo que ya había interesante materia prima. Mas casi nadie, allí, era un apasionado de la lectura: salvo en el caso de una monja que venía vestida de monja a clase, y de un muchacho con chaquetas de colores cargadas de chapas, pelos largos y pendientes en las orejas (en aquella época no era tan frecuente, eso de los pendientes en los chicos, salvo que fueses músico, pintor o marginado por alguna otra razón), la pasión de leer no solía entrar en los planes de la mayoría de mis compañeros. Estudiaban libros antiguos como otros, en otros centros de la Universidad, estudiaban leyes, enfermedades, teorías económicas o problemas informáticos.

Aquella mañana estaba en la cafetería de la facultad, con “Las personas del verbo” en la mano. Sentía devoción por Jaime Gil de Biedma, ya entonces, e intentaba superar mi aburrimiento causado por varias clases insoportables (¿cómo puede, un profesor, leer ante una clase universitaria? ¿Cómo se puede defraudar tanto?) con una lectura apasionante: los versos insuperables de Jaime.
- Interesante lectura. ¿Sabes que murió no hace mucho tiempo? –escuché una voz, cerca de mí. Levanté la mirada y me encontré, con un café en la mano, al Profesor Palomo. José Ramón Palomo Torregrosa, el profesor de “Introducción a la Filología Románica”. ¡Qué sorpresa!
- Sí –contesté, algo tímido y nervioso-, hace varios años. Casi un mes después de que muriese Carlos Barral -añadí.
- ¿Conoces a Carlos Barral? –me preguntó Palomo, interesado.
- Su poesía me interesa menos, pero como personaje me parece apasionante -contesté.
- Interesante, que tengas estas lecturas y esas opiniones. Ven un día por el despacho y hablamos de poesía, si te apetece.
- Sin duda, profesor. Será un placer visitarle.
- Solamente impongo una exigencia: no me hables de usted. De lo contrario, no te permitiré el acceso –soltó una carcajada rotunda, como aseguran que era la risa de Jaime Gil de Biedma.
Se marchó. En aquella Facultad, a diferencia de lo que sucedía en otras, no estaba mal visto que profesores y alumnos confraternizaran, tomaran café animadamente e, incluso, que se les viera juntos fuera de la Facultad (en lecturas de poesía, inauguración de exposiciones de pintura, eventos culturales o tomando una cerveza). Si había, además, historieta sentimental o erótica entre profesor y alumna, ese profesor adquiría una pátina progresista que no estaba mal vista, sino todo lo contrario. Era lo normal: se entendía que un profesor con fama de atractivo tomara ese rumbo (por cierto, nadie entendía lo mismo de las profesoras con aura de atractivas, ¡ay, la doble vara de medir!).
Pero José Ramón no era así: José Ramón era cercano y gentil, siempre dispuesto a orientar y ayudar, pero respetando en todo momento la distancia de seguridad, como se dice en la circulación de vehículos a motor. Con el tiempo he concluido que era muy latino para algunos temas, pero muy oriental para otros (como respetar la intimidad y el espacio vital de las personas). Congeniábamos también por eso.

Acudía a sus tutorías, y charlábamos, incluso, de la asignatura. Comentábamos libros, me leía algunos textos que escribía, y yo a él también. Había un hilo conductor común: escribíamos una poesía conversacional muy en la línea de autores como Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Mario Benedetti, Luis García Montero, Antonio Jiménez Millán, etcétera.
Un día me invitó a una lectura de poesía que hacía en la ciudad. Asistí encantado, e incluso me dedicó un poema. “A X., por la complicidad compartida en torno a este texto”, apuntó antes de leer el texto. Cuando publicara este poema, en un conocido libro, conservaría íntegramente la dedicatoria que improvisara aquella noche. Nos fuimos haciendo cómplices, y era grato. Jamás había conocido a nadie más pedagógico, inteligente y creativo, pero a la vez tan respetuoso con la vida ajena y con la personalidad de sus interlocutores.

- Desde luego, los juristas pertenecen a la especie más perversa de los pensadores y literatos: la que logra que sus frases influyan en la vida de los demás –me comentaba un día, con el Código civil en la mano-. Un mal poema no tiene mayores consecuencias que el mal rato estético que provoca, y un soporífero párrafo de filosofía no va más allá de tener que tomar una aspirina y un poco de aire, pero el artículo 1902 del Código civil, según leo –abrió el Código y se puso a leer, teatral-, establece que “el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”. Por tanto, como causes daño a otro no te queda más remedio que reparar ese daño, te guste o no te guste. Este artículo, que tampoco es que proporcione especial placer estético (a lo mejor, a Stendhal sí), modificará tu vida –en este momento adoptó una pose de profunda reflexión e introspección-. Aunque, por otra parte, ¿quién te manda a ti causar un daño a otro, alma de cántaro? Ni por acción ni por omisión, hijo mío: quédate tranquilo, disfrutando de una cerveza y un buen libro, y no le hagas daño a nadie, hombre. ¿No te parece?
Adoraba estos monólogos de José Ramón. ¡Cuánto aprendí con ellos!

El día que me habló del Pasaje Begoña descubrí que José Ramón era homosexual. No lo intuía, pues nunca asumo el esfuerzo de intentar intuir a quién mete en la cama quien tengo al lado. No. Me esfuerzo para intentar intuir, en su caso, si quien tengo al lado y yo tenemos aficiones comunes, complicidades culturales, afinidades de algún tipo, pero no si le gustan los hombres, las mujeres, las botellas de colonia o las ventanas de PVC. Se es homosexual como se es heterosexual, como se es rubio, como se es moreno, como se es bisexual, como se es blanco, como se es negro, como se es indígena (“todos somos indígenas del mundo”, pienso), como se es lo que se sea: con naturalidad. Sin más.
Me habló del Pasaje Begoña, aquella isla de Torremolinos, inserta en aquella isla que ya de por sí era Torremolinos. “Somos islas sin posibilidad de formar un archipiélago, escribió alguna vez un poeta amigo al que quiero mucho, pero que es demasiado pesimista”, me dijo. Y, entonces, me habló de lo perverso que resultaba intentar impedir que la gente se desarrollase plenamente, siempre que no dañase a nadie (“que te cae encima el artículo 1902 del Código civil, no lo olvides”, añadía, riendo). Eso de reprimir a las personas no puede terminar bien, estoy de acuerdo.
Me contó, entre risas, cierta aventura de un amigo en el mítico Pasaje: un querido amigo suyo iba con un grupo de amigos por la zona y, en uno de los locales del lugar se elegía aquella noche a “Miss Peto”. Visto lo visto, empujaron a un bello integrante del grupo hasta que llegó a la tarima, pues ese día llevaba puesto un sugerente peto. Ganó el concurso y al día siguiente salió en la prensa local con un ramo de flores, en una salida del armario gloriosa y mediática que le provocó algún que otro problema con su familia y vecinos (por desgracia, no todo el mundo estaba preparado, en aquel tiempo, para vivir y dejar vivir; algo tan básico como respirar). Pero recuerdo cómo me repetía que el Pasaje Begoña era una isla en una isla, en la que los homosexuales eran personas como cualesquiera otras (buenas, malas, altas, bajas, rubias, morenas, cultas, incultas, etcétera), y no esos peligrosos sociales que pintaba la legislación vigente fuera de las islas. “Otra perversa legislación –añadía-: una norma que castiga a las personas no por lo que hacen, sino por lo que son. Se les consideraba intrínsecamente peligrosas: es aberrante”. Aberrante, sin duda.
Ese día supe que José Ramón era homosexual. Como ante había sabido que su madre había muerto cuando él era muy niño, o como supe, meses después, que odiaba el brócoli o que le gustaba reflexionar sobre películas del Oeste. Datos personales como otros cualesquiera, que uno comparte cuando le apetece, si es que le apetece. Por supuesto, nada de eso influyó en nuestra relación. ¿Influye en una relación personal saber que la otra persona sea vegetariana, se tiñe el pelo, sea heterosexual o alérgica al polen? Qué tontería…

Mis vivencias con José Ramón me inducían a valorarle cada día más.
Tuve otra profesora, durante la carrera, que se consideraba el ombligo del mundo (hubo muchas, y muchos, pero ésta era gloriosa en dicha labor). No debería recordarla: por su modo de ser y de estar, por su labor dentro y fuera del aula, no merece ese recuerdo.
El Meridiano de Greenwich pasaba por la cabecera de su cama cada mañana, desde temprano. Muy estirada y relamida, incapaz de no hablar del tema que mejor conocía (ella misma), criticaba a cualquier profesor que tuviese fama de creativo, en la Facultad, y destacaba reiteradamente lo importante y querida que era para el resto del mundo (algo que, por cierto, jamás pude comprobar personalmente, aunque sí el sentimiento contrario). De un colega de su Departamento llegó a comentarme, en una tutoría, que era muy peligroso, pues hacía fiestas en su casa a las que iban alumnos, y que allí los volvía homosexuales. Nunca supe donde escondía, aquel profesor, el caldero mágico para “homosexualizar” alumnos, pero este argumento, en boca de una presunta científica, resultaba terrorífico. ¿Científica? Científica bajo palabra de honor… No quiero perder más tiempo con esta señora.
Mis vivencias con José Ramón me inducían a valorarle cada día más.

En cierta ocasión le comenté que era tan completo, se mirara por donde se mirara, que debía de ser muy fácil enamorarse de él. Sonrió: “calla, calla, yo soy un desastre, no se lo recomiendo a nadie”. E hizo un gesto con la mano, como espantando a una mosca o a una idea inoportuna. Estallamos en una gran carcajada. “No le desees ningún mal a nadie, chico”, añadió, entre risas.
Nuestra complicidad era muy intensa. Fui muy afortunado por gozar de su cercanía: ¡aprendí tanto de José Ramón!

- Qué alegría, encontrarnos después de tanto tiempo, de verdad -comenta, pasándome la mano por el hombro, con gesto cariñoso, mientras bebe otro trago de cerveza.
- Pues sí, la verdad. Y en qué poco tiempo nos hemos puesto al día, je, je, je –seguíamos bebiendo, mientras nos poníamos al día de nuestra vida y milagros, y de la vida y milagros de aquellos que compartieron aulas y sufrimientos con nosotros, en aquellos años.
- Sí que es cierto, sí. Hemos repasado todo lo repasable, je, je, je. Por cierto, te tengo que confesar una maldad, ahora que podemos contar estas cosas: ¿sabes que, cuando estudiábamos, yo pensaba que tú eras maricón?
- ¿Cómo dices? -me extrañé: me llamó la atención la palabra, que en este contexto sonaba ofensiva (tan diferente al contexto en el que la empleo con mis amigos), y no dejaba de sorprenderme que concediera valor de anécdota reseñable a algo que siempre me ha parecido tan secundario e íntimo como con quién se va uno a la cama.
- Pues sí, yo pensaba que eras homosexual -parece que ha considerado oportuno rebajar el tono verbal, a la vista de la expresión de mi rostro-. Hombre, como hiciste tan buenas migas con “el Palomo”.
- ¿A qué te refieres? –pregunté, ya con un tono menos amistoso y más a la defensiva.
- Hombre, que como hablabas tanto con “el Palomo”, siempre pensé que eras gay.
- Bueno, no hay que atender a ese modo estúpido de razonar: también hablaba contigo (y estoy hablando contigo, ahora), pero jamás me he tenido por un imbécil.
Arrojé un billete de diez euros sobre la mesa del bar y salí del local, desapareciendo para siempre de la vida de ese antiguo compañero de estudios.
Salí sin despedirme ni mirar atrás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario