sábado, 1 de septiembre de 2012

METAFÍSICA EN HORA DE OFICINA: "SOLEDAD, DESTINO Y ESAS COSAS"


Hoy he encontrado un viejo cuento publicado por algún sitio (yo diría que incluso en el Diario "Sur", en aquellos tiempos de color sepia...).
En aquella época todavía me preocupaban las carreras literarias, iluso de mí (¡pedazo de idiota!), pero el relato me parece salvable por el tratamiento de la huida a los mares del sur, esa cosa gauguiniana tan de Eliot, tan de Pavese, tan de Vázquez Montalbán... y perdón por la comparación, tan mía.


SOLEDAD, DESTINO Y ESAS COSAS

Antonio J. Quesada

Llegó un momento en su vida en que decidió que iba a dedicarse en cuerpo y alma a su vocación. Por fin. Ya era hora, pues había cumplido con la sociedad, o así lo pensaba. Ya podía volar a sus mares del sur, después de pagar el peaje social. Nadie podía reprocharle nada. Ya no: fue cumpliendo con todos.

Ya había obtenido las mejores notas en sus estudios, para poder presentar a su familia su título de Licenciado en algo con Premio Extraordinario y demás honores, y no defraudar a sus profesores de instituto, que tantas esperanzas tenían puestas en él.

Ya había aprendido a tocar el violín para satisfacer a su tía Ángela, ésa que nunca se casó y cuyo único aliciente en la vida era jugar a las cartas con otras amigas bebiendo anís y comentando la suerte que tenían por no ser criadas de los hombres. Y escuchar a su sobrino tocar el violín.

Ya había conseguido un empleo socialmente decoroso (esto es, bien pagado) con la intención de que sus compañeros de promoción no pudieran decir “mira, con las buenas notas que sacaba y no ha sabido colocarse en la vida”. También con ellos cumplió.

Ya había sido casado con una muchachita buena que le quería no se sabe exactamente por qué, que el Amor cuando es de verdad tiene estas cosas (soy carne de copla si sigo por este camino). Esto provocó la tranquilidad de su madre y de las vecinas, que si bien le sacaban a la chica los defectos de rigor, no se cebaban especialmente con ella (porque él merecía una princesa, según decía esta corte consultiva), y compensaban los defectos de ella (económicos, sociales y estéticos: tenía algunos granos y grandes las orejas) con la tranquilidad de tener al chico emocionalmente colocado. No iba a ser un fracasado que no encontrara una novia en su vida, y eso no era poco en sus mentalidades de abuelas de sí mismas.

Ya había comprado un pisito para vivir en una buena zona de la ciudad, aunque tendría que llegar a los ciento quince años, aproximadamente, para terminar de pagarlo. Mataba así dos pájaros de un tiro: compraba un buen piso para que nadie pudiera decir que no vivía en buena zona, y además se aseguraba su presencia en este valle de lágrimas, que decían los curas de antes, durante una buena temporada.

Ya había sido capaz de controlar el volumen de su estómago y la caída de su cabello hasta niveles decorosos, para que cuando se encontrara con sus compañeros de instituto no saliera mal parado de las comparaciones que inevitablemente establecerían con cualquier excusa (interesarse por él y todo eso).

Ya había cumplido con todas esta obligaciones. Socialmente, por tanto, podíamos ponerle una nota aceptable, o eso pienso yo. Así lo pensó él también.

Y, satisfechas sus deudas sociales, llegó un momento en que se cansó. Se cansó de ver cada mañana el bigote de su vecino al darle los buenos días. Se cansó de tener que estar cada día desde la misma hora y hasta la misma hora en la misma oficina, haciendo como que trabajaba, duramente además, y matando de muerte natural cada jornada. Se cansó de despertar al alba y encontrarse a su lado, en la cama, a esa mujer a la que una vez seguramente amó (o algo parecido) y que ahora era una funcionaria del sentimiento conyugal por la que sentía exactamente eso que decía el Código Civil para estos casos, no más. Se cansó de que sus compañeros de instituto miraran de perfil su tripa con la excusa de ver lo bien que estaba pero con el afán de comprobar que se conservaba peor que ellos, era evidente. Se cansó de que sus compañeros de facultad intentaran intuir sus cifras bancarias, para saber si triunfó en la vida, como ellos, o no fue así. Se cansó de haber vivido para la sociedad y de haber cumplido. Se le acabaron esas pilas. Se rebeló, como explicó Camus con buenos ejemplos en un libro memorable. Dijo “hasta aquí” sin haber leído “El hombre rebelde” ni falta que hacía.

Recogió sus poemas escritos en libretas de anillas con cuadritos, cargó con algo de ropa y se fue. Nadie sabía que escribía poemas hasta que leyó la carta que dejó en casa a modo de despedida. Era un poema titulado “Descubrimiento amargo”. Decía así: “Tras largas jornadas de reflexión / con mi máscara más solemne / (la de las grandes ocasiones) / y mi postura más académica / (la de los grandes eventos), / estoy en condiciones de asegurar / que vine a este mundo injusto solo, / aunque había gente por allí cuando llegué, / y me iré de este mundo injusto también solo, / aunque posiblemente haya gente por allí cuando parta, / haciendo como que llora. / Mientras tanto, viajo solo, / aunque haya personas que suban y bajen de mi vehículo / y / me acompañen temporalmente durante mi trayecto. / Pero he alcanzado ya mi descubrimiento amargo: / viajo esencialmente solo. / En todo momento, y aunque oiga voces cerca / (alguna incluso pronuncia mi nombre), / soy consciente de que voy solo.”. Comenzó así el primer día del resto de su vida.

Dicen que se fue a la capital, en busca de gloria literaria. Escuchó la llamada de sus mares del sur y no lo pensó más. Ya había cumplido con todos, empezaba a ser hora de que dedicase algo de tiempo a su vocación secreta.

Dicen que empezó a lucir pelo en el rostro de modo parecido a Quevedo (algo que le impediría trabajar como contable en cualquier empresa que se preciara), que dejó crecer su cabello hasta que cayera sobre sus hombros (de modo que ningún banco querría tenerle en plantilla bajo ningún concepto) y que adornó su oreja con un aro, de esos que te inhabilitan para ser Oficial de Notaría y tantas otras cosas decentes de esta vida.

Dicen que su vida no fue fácil a partir de entonces: no pertenecía a ninguna capilla, secta o tertulia que le apoyara literariamente, y pasó necesidad y tuvo que abrirse paso a base de cuchilladas y buenos poemas. Algo muy duro, teniendo en cuenta que venía huyendo de todo eso en la vida decente y se encontraba con que en el mundo de los sueños también había orden y escalafones.

Dicen que escribió páginas maravillosas, inéditas, claro. A lo mejor dentro de trescientos años alguien descubre que mereció la pena y se enriquece a su costa (publicar a un maldito cuando ha muerto y no pide de comer es un buen negocio; mientras vive llora mucho).

Dicen que se arrojó delante del metro un día que estaba cansado de todo. Otros piensan que resbaló, y algunos aseguran que no era él. Es una pena tener mala memoria, porque no recuerdo qué pasó realmente con él, la verdad, y ahora nos quedamos ustedes y yo con la duda.

5 comentarios:

  1. Ana Karenina se lanzó delante de un tren, este literato frustrado delante de un metro. Los tiempos cambian...
    Vronsky

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  2. A saber lo que haremos los suicidas del futuro. Ya se nos ocurrirá algo, ¿no?
    un abrazo, amigo ruso,

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  3. Por cierto, qué repelús me daba cuando el Metro entraba en la estación, en aquellos lares donde existía y yo rondaba por allí (sobre todo en Roma, pues allí lo tomé más). Como un gusano dislocado, dispuesto a llevarse por delante a todo lo que se le pusiera allí.
    Qué repelús, mamma mia!!

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  4. Creo que el suicidio debe ser más poético, como hizo Alfonsina Storni..., llegado ese momento no debe haber nada como perderse en el mar...
    Un abrazo.

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  5. Sí, querida Mamen, se puede hacer una obra de arte con el suicidio, el último gran acto de libertad humana. Me encandiló Drieu la Rochelle, que lo dejó inacabado porque leía una novela negra y quería conocer el final. Me parece una de las pocas razones de peso para aplazarlo...
    Al final se suicidó completamente, antes de que lo suicidaran.
    GRACIAS por ser y por estar.

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