sábado, 14 de enero de 2017

REIVINDICACIÓN DEL POETA CARLOS BARRAL


(Trabajo publicado en los Números XIX-XX de la Revista Dos Orillas)

Reivindicación del poeta Carlos Barral

 

 

Antonio J. Quesada


 

 

“…desde siempre, una parte de su personalidad

era el disfraz con el que se protegía. Al llegar a

la vejez sus disfraces y él se fundieron en una

unidad indisoluble: personalidad y apariencia

fueron entonces lo mismo”

(Alberto Oliart, refiriéndose a Carlos Barral)[1]

 

 

Soy cada día más propenso a los juegos malabares, pero como la destreza física no me acompaña en estas tareas (de lo contrario me ganaría la vida por circos oficiales u oficiosos), practico el malabarismo conceptual, el malabarismo literario o, incluso en ocasiones, el malabarismo pedagógico (ahora que nadie me escucha: esta última modalidad será nuestro secreto). Todo esto viene a cuento de mi próximo número artístico, que tendrán ustedes ocasión de presenciar en este trabajo: voy a reivindicar al poeta Carlos Barral sin ocuparme directamente de su poesía.

En cualquier caso, suelo ser un loco razonablemente cuerdo, y soy consciente de que cualquier persona que quiera (in)formarse desde un punto de vista más científico sobre la poesía de Barral puede acudir a los excelentes trabajos de Carme Riera al respecto[2], entre otros[3]. Pretendo con este trabajo reivindicar lo sugerente de un personaje como Carlos Barral que, pese a que ha pasado a la posteridad por otras facetas de su personalidad, lo que fue en todo momento, y en torno a ello vertebró su propia persona y su propio personaje, es poeta[4].

Carlos Barral se ha ganado un merecido puesto de honor en las Letras españolas tanto por su tarea de editor como, posteriormente, por su condición de memorialista. Como editor, al frente de Seix Barral (y de Barral Editores, después), abanderó la introducción en la España gris ceniza del Centinela de Occidente de parte de la más sugerente literatura europea del momento (francesa, italiana, alemana, inglesa, algún clásico y alguna figurita más exótica de países con lenguas todavía más extrañas de esta parte de los Pirineos), de literatos iberoamericanos (Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez[5], Edwards y otros: el llamado boom) así como es clara la apuesta por el realismo crítico español, por esa suerte de Joyce español que fue el malogrado Martín-Santos, y por publicar poesía española del momento (Ángel González, Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma…). Manuel de Lope dejó por escrito aquello de que “somos la generación de Alianza-Seix Barral”. Impagable, su tarea de editor y agitador cultural, en aquella triste piel de toro triste.

Como memorialista, algo más adelante, no cabe duda de que practicó un género poco conocido en nuestro país (y más en aquellas épocas), un país más dado a ejercitar la desmemoria que la memoria (que le pregunten a Laín Entralgo, o a un buen amigo de Barral, Juan Marsé, cuando se vengó literariamente de la desvergüenza de la memoria ajena): a los tres tomos de sus memorias canónicas, “Años de penitencia” (1975), “Los años sin excusa” (1978) y “Cuando las horas veloces” (1988), podemos añadir por derecho propio su novela “Penúltimos castigos” (1983), sugerente ejercicio de autoficción[6]. Excelente en todo caso, aunque a todo lector de Proust los años de infancia de cualquier autor puedan sonar a textos ligeramente releídos, ya.

Pero si algo fue Barral, ante todo y por encima de todo, es poeta. Un poeta que ejerció relativamente poco, porque tuvo que interpretar su(s) personaje(s) durante toda su vida y no sólo en horario de oficina, y ello provocó que escribiera poesía sólo en los escasos tiempos muertos que arañaba. Pero no cabe duda: su ser y su estar estuvieron siempre inundados por su condición de poeta. Y lo asegura alguien que, barraliano convencido y que se honra de tener su “Poesía completa” (Lumen, 2003) en lugar preferente de su estantería, reconoce que sus libros de poesía en sentido más estricto son precisamente los que menos le han llegado (“Metropolitano”, “Diecinueve figuras de mi historia civil”, “Usuras” o “Lecciones de cosas. Veinte poemas para el nieto Malcolm”, entre otros trabajos menores). Y espero no seguir hablando de mí mismo en tercera persona, pues ni Papa ni Rey soy, al menos de iure. Cierro paréntesis.

Pero ello no empequeñece la idea que me inspira en este trabajo: Carlos Barral fue ante todo un poeta (ya lo reivindicaba así su viuda, véase nota 4 de este trabajo). Un excelente poeta, además. Francisco Umbral, en su “Diccionario de Literatura”, no está tan de acuerdo y escribe de él que era un “poeta malo que lo sabía y bebía para olvidarlo”. Ya sabemos cómo era Umbral (¿“Pacumbral”?), a quien, por otra parte, admiro tanto (entre otras cosas, porque escribía e insultaba como pocos).

Yo admiro a Barral como ese poeta que se dedicó fundamentalmente a tantas otras actividades, pero sin cuya condición poética no se explican ni ese atractivo desplegado en las más diversas facetas de su personalidad ni el desempeño tan personal de las mismas. Carlos era un poeta tan versátil que, incluso, fue capaz de escribir poesía. Ya lo dijo alguien antes (casi todo lo ha dicho alguien antes que yo…), creo que fue Gloria Fuertes: “todo el mundo puede escribir versos y no ser poeta; sólo el poeta puede no escribirlos y serlo” (sí, fue la genial Gloria la que nos ilustró sobre este punto).

Barral, ese poeta.

Barral, ese poeta… que dedicó bastante de su tiempo a travestirse, por azar o por necesidad. Repasemos.

 

Barral: ese poeta que se disfrazó de editor. Barral podía haber sido un editor al uso, como tantos otros. Un hijo de familia con posibles (nen de casa bona) que hereda una editorial en marcha y que, vestido de gris y con corbatas discretas, sigue la inercia: ¿para qué cambiar cuando todo va bien, o casi? Un personaje gris y alopécico que fabrica libros como otros fabrican ruedas o botijos o enlatan mejillones en escabeche. Pero no: Barral se implicó en la aventura cultural y transformó una editorial dedicada básicamente a libros escolares (y a otros menesteres menos literarios) en la ventana por la que entró aire fresco en nuestro país, literariamente hablando. El editor nos culturizó, que falta nos hacía en esa triste España, y fue capaz de pilotar una editorial en la que era posible encontrar, incluso, un carpintero en nómina (ya nos lo contó Benet). Francisco Umbral, que tan reticente se muestra con Barral en su “Diccionario de Literatura”, como hemos comprobado ya (y como volveremos a comprobar), llegó a reconocer que fue “crucial para nuestra pobre literatura de entonces”. Pero culmina su comentario metiendo el dedo en no sé qué ojo, pues estaba claro que iba a por él: “Pero le devolvió a García Márquez el manuscrito de Cien años de soledad”. A saber…

 

Barral: ese poeta que se disfrazó de memorialista. Ya lo hemos dicho: fue un notario de su tiempo y de sus circunstancias (algo caprichoso a ratos, como todos los notarios, bien es cierto). Sus tomos citados son esenciales para entender tantas y tantas anécdotas y personajes del momento (por ejemplo, a nuestro admirado Jaime Gil de Biedma, y a algunos otros). Incapaz con las fechas, como Borges, qué más dará: plasma climas (Lluis Racionero lo ha descrito perfectamente en sus premiadas memorias psicodélicas). Autor de un libro de memorias en un país de libros de (des)memorias, trabajos “auto-laudatorios” dirigidos a ajustar cuentas con el resto del mundo. No es el caso.

Francisco Umbral, en su “Diccionario de Literatura”, volvió a cargar contra él y señaló que era un “prosista infame, en sus Memorias, que, entre el catalán, el francés y el castellano, no acierta un solo adjetivo”. Las cosas de Umbral...

 

Barral: ese poeta que se disfrazó de marinero cada vez que pudo. ¿Quién no se ha enamorado de Calafell gracias a Barral, y gracias a aquellos pescadores que le “regalaban el quehacer de un hombre”, según escribió por alguna parte? “El vizconde de Calafell”, le llamaba Bryce Echenique, y tenía razón: era como un vizconde y era como de Calafell.

Mucho de esto lo volcó en “Con el favor del viento: Cataluña desde el mar” (Alfaguara, 1999), escrita originariamente en catalán y publicada con bellísimas ilustraciones de X. Miserachs (“Per cal de fora. Catalunya des del mar”, Edicions 62, 1982[7]). No podía ser de otro modo, perquè la llengua catalana era la seva llengua originària per parlar de la mar.

Umbral (siempre Umbral…), en su “Diccionario de Literatura” indica que “iba de marinero sin yate y de bebedor sin oficio”. Él sabría por qué decía eso. Yo no.

 

Barral: ese poeta que se disfrazó de opinador en prensa escrita. Durante toda la vida fue un conversador brillante (eran grandes seductores: la conversación era un arte para él o para Jaime Gil, algo que reflejaron en su poesía, más Gil que él), pero también se decidió a opinar por escrito, y con gran estilo. Lumen nos ha regalado su recopilación “Observaciones a la mina de plomo” (2002), que agrupa trabajos heterogéneos en los que Barral se ocupa de cuestiones históricas, sociológicas, de la memoria, literarias o de la lengua, pues en varias lenguas se conducía: castellanoparlante en casa, catalanoparlante en la calle y en la mar (“que es el morir”), traductor de Rilke, Molière o Pasternak (con lo que eso implica respecto del conocimiento del alemán, francés o ruso), apasionado de la literatura francesa, italiana e inglesa,…

 

Barral: ese poeta que en sus últimos años se disfrazó incluso de político: si en su juventud se disfrazó de monárquico (en tiempos de falangistas), en su senectud fue senador socialista por Tarragona (durante dos legislaturas, entre 1982 y 1988), porque a esas edades uno debe hacerse de un partido de orden. Senador, palabra que suena como a la Antigua Roma, era un traje que le sentaba fenomenal (otro…): el disfraz de ilustrado senador capaz de recitar en latín (gracias a esas cosas que te enseñan los jesuitas y que quedan para siempre, ya). Aunque en el día a día se encontrara con una institución desbravada en la que personas grises se dedicaban a releer papeles que llegaban del Congreso y que se ocupaban de ordinarieces tales como carreteras comarcales, etiquetas de las botellas de lejía, tarifas de la luz o comercio ambulante, entre otras. De un tiempo a esta parte nada es lo que era: el Senado, tampoco. La vida no está a la altura de nuestras expectativas.

 

Barral: ese poeta que se disfrazó de sí mismo durante toda su vida y logró crear un estilo propio y un auténtico personaje (ya nos lo aclaraba Oliart en la cita que preside este trabajo, y lo ha destacado Caballero Bonald en tantas ocasiones): pelo largo en tiempos de cabellos bien recortados (como de funcionario de Obras Públicas), barba casi faunesca desde tiempos de fanáticos rasurados, noches de alcohol y alguna rosa cuando había que dormir como las personas decentes, estética de cuasi-guerrillero cubano en tiempos en que Cuba era todavía un sueño que anhelar y no una pesadilla que roncar, tiempos de franquismo más o menos complaciente con algunas cuestiones, porque a lo mejor no podía hacer otra cosa (entre ellas, tolerante con esa gauche divine que creaba y se emborrachaba en Bocaccio, con una c, aquel invento del gran Oriol Regàs). Barral, capaz de eyaculaciones nocturnas mientras soñaba con hermosas casullas bordadas de oro y seda (Oliart dixit[8]). Barral… Único, Barral.

 

Barral: ese poeta que bebía whisky, cuando en esta triste tierra lo que se llevaba era el anís dulce, el tintorro y el cognac de garrafa. Ese esteta adicto a embozarse en capa española cuando iba de los Pirineos hacia arriba, quizás porque por ahí arriba hace mucho viento. Barral, el “amante de la estatua” al que Jaime Gil dedicara “Conversaciones poéticas”, con anécdota subida de tono incluida (¿por cierto, quién marca el nivel del tono en la vida?). Todo un personaje, sin duda.

Umbral, supongo que encelado con tanto poder de seducción desplegado, en su “Diccionario de Literatura” indica que “era tan guapo que hasta iba de guapo, lo cual resultaba entre conmovedor y Muerte en Venecia, a sus años, sus últimos años” (por otro sitio recordaría “su belleza de novio que enamora a mis novias”, y eso es más difícil de digerir). Por eso le pone la puntilla: “un Visconti malo”. Visconti, otra gran pasión personal, pero… no es exacto el Maestro Umbral. Le duele la herida y lo hace notar a cada paso (“Que no me sacas en tu columna, oyes”, le reprochaba alguna vez Barral).

 

Barral: ese poeta del que no necesito sus herméticos libros de poesía para admirarle como poeta. Ni “Metropolitano”, pese a su inevitable influencia sartreana (no sólo en lo filosófico, sino en lo terminológico: Les Temps Modernes era la Biblia en aquella “casa oscura”), ni “Diecinueve figuras de mi historia civil”, pese a los ecos brechtianos, ni todo lo que vino luego. Pese a conocer cómo escogía cuidadosamente sus palabras, y el proceso de nacimiento de cada poema, un auténtico y artesano parto (era un gran profesional de la poesía), reconozco que su creación poética es la parte de su obra que menos me interesa. Pero qué más dará para admirarle como el riguroso poeta que fue.

 

En la Literatura en España hay un antes y un después de Carlos Barral, y no se puede entender NADA de lo que hizo sin valorar que estamos ante un poeta. Un poeta al que la vida (y él mismo) colocó otros disfraces, pero que cada noche, cuando se calzaba el pijama y se miraba al espejo, veía a un poeta (más o menos desmejorado por el alcohol, según la hora y el día de la semana). Le admiro, aunque de él se ha dicho que era egocéntrico (¿qué creador no lo es, en mayor o menor medida?) y un señorito progresista, como muchos de  aquellos con los que iba (nens de casa bona, casi todos)[9] y a los que tan descarnadamente retrató el entonces escritor-obrero Juan Marsé, cuando dedicábamos nuestras últimas tardes a Teresa (“con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda”). No cabe duda de que eran nens de casa bona, casi todos ellos (alguna pareja de Jaime Gil de Biedma se lo recordó a las bravas alguna vez), pero nunca lo ocultaron: para que su obra y su lucha sonasen verdaderas no jugaban a travestirse de obreros para criticar al Centinela de Occidente, como tantos (el genio Gil de Biedma, nacido “en la edad de la pérgola y del tenis”, hizo esto como nadie), e introdujeron en el imaginario político la variante de que se podía ser frívolo y concienciado a la vez. Y, las cosas como son: puestos a escoger, me quedo con unos señoritos catalanes que traducen a Rilke, Molière o Pasternak, devoran Les Temps Modernes, leen a Eliot and company en inglés, saben que existe un tal Einaudi, un tal Gallimard y un tal Feltrinelli, beben whisky e introducen aire fresco en la literatura y en la vida (¿acaso no son lo mismo?) antes que con esos señoritos a caballo, engominados y aficionados a los toros, las procesiones y la cacería en la finca que abundaban en Andalucía, por ejemplo. Para todo hay grados, oiga.

 

Al poeta Carlos Barral, cuya poesía es la única parte de su obra que no me llegó a calar del todo, le admiraré incondicionalmente por su sugerente Obra, por los servicios prestados a la Creación y a la Literatura y por ser fiel en todo momento a su vocación de poeta. Y por eso le reivindico aquí y ahora.



[1] OLIART, A.: “Contra el olvido”, Tusquets Editores, 1998, p. 313.
[2] Sobre su poesía, muy especialmente su trabajo “La obra poética de Carlos Barral”, Península, Barcelona, 1990, su “Introducción” a “Poesía” de Carlos Barral, Cátedra, Madrid, 1991 o su “Prólogo” a la “Poesía Completa” publicada por Lumen, Barcelona, 2003 (vid. las bibliografías allí citadas). Con un punto de vista más amplio, vid. especialmente “La Escuela de Barcelona: Barral, Gil de Biedma, Goytisolo, el núcleo poético de la generación de los 50”, Anagrama, Barcelona, 1988 (XVI Premio Anagrama de Ensayo).
[3] También, sobre la poesía de Barral, es muy útil JOVÉ LAMENCA, J.: “Carlos Barral en su poesía: 1952-1979”, Pagés editors, Lleida, 1991, así como otros trabajos de menor extensión de este autor; SÁNCHEZ SANTIAGO-DIEGO: “Dos poetas de la generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente”, A. Ubago, Granada, 1990 y SAVAL, J. V.: “Carlos Barral, entre el esteticismo y la reivindicación”, Espiral Hispano Americana, Editorial Fundamentos, 2002. En general resultan igualmente útiles el número 110-111 de la Revista de Occidente (1990), monográfico dedicado a Carlos Barral y a Jaime Gil de Biedma, el número 523-524 de Ínsula (1990), dedicado a la Escuela de Barcelona y el número 13 de Campo de Agramante (2010), homenaje a Carlos Barral. No incluyo la bibliografía sobre la gauche divine en general, por exceder, con mucho, de este trabajo, pero sobre ella me resultó especialmente sugerente el sistemático trabajo de VILLAMANDOS, A.: “El discreto encanto de la subversión. Una crítica cultural de la gauche divine”, Editorial Laetoli, 2011, con completo aparato bibliográfico sobre el grupo. Por otra parte, la sugerente figura de Carlos Barral ha sido tratada recientemente tanto por AYÉN, X.: “Aquellos años del boom. García Márquez, Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo”, RBA, 2014 como por MORÁN, G.: “El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los Letrados)”, Akal, 2014 (éste en un estilo más “umbraliano”, más incisivo hacia Carlos).
[4] Algo que, por otra parte, ya hizo su viuda de modo evidente en su carta inserta como introducción al debate con Carlos Barral en la Universidad de Provence publicado en el  número 110-111 de la Revista de Occidente (1990), pp. 148-149. Hay partes de esa carta que me parecen de especial interés en este momento, por ser precedente claro de mi enfoque: “… la obra de Carlos, a quien solamente se conoce como memorialista y editor. Sin un Carlos Barral poeta no habría un Carlos Barral memorialista: todo sale de su poesía, incluso los títulos de sus libros de memorias (…). Quisiera reivindicar a Barral poeta, ese poeta que conocí hace muchísimos años y a quien entre todos obligamos a ser editor”.
[5] ¿Qué sucedió realmente con el manuscrito de “Cien años de soledad”? Barral lo ha intentado explicar por activa y por pasiva, ante tanto ruido, por aquí y por allá (BARRAL, C.: “Los españoles y el boom”, Caracas, Tiempo Nuevo, p. 20 y, sobre todo, en “Cuando las horas veloces”, último tomo de memorias). Un ejemplo de tratamiento periodístico del tema, respondiendo a varias coces literarias, en el siguiente artículo en “El País”: http://elpais.com/diario/1979/08/07/opinion/302824810_850215.html.
[6] VILLAMANDOS nos ha destacado, por otra parte, cómo este fenómeno de las memorias es compartido por otros miembros de la gauche divine (vid., especialmente, VILLAMANDOS, A.: “El discreto encanto de la subversión…”, cit., pp. 209-225).
[7] Bellísimo libro, con extraordinarias ilustraciones. Una edición más de andar por casa, más manejable (de butxaca, claro), sin las fotografías, en la colección “Llibres a mà”, de Edicions 62-Destino, publicada en 1985. Es interesante poseer ambas: la ilustrada para gozar y la de bolsillo para viajar. Por cierto, con idéntico formato ilustrado estos autores publicaron algo después “Catalunya a vol d’ocell”, también en Edicions 62, 1985. Otro bellísimo trabajo con texto de Barral y fotografías de Miserachs, sugerente figurita también en el pesebre de la gauche divine.
[8] OLIART, A.: “Contra el olvido”, cit., p. 236.
[9] Tampoco todos: basta con recordar a algunos sugerentes adláteres como Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán, Maruja Torres o, de alguna forma, Terenci y Ana María Moix.

3 comentarios: