martes, 30 de junio de 2015

FLECHAZO EN EL AUTOBÚS


Tomo cada mañana el autobús de las siete para ir al trabajo: el que se siente obrero de lo suyo es de costumbres rígidas, costumbres que pasan por tomar autobuses a horas intempestivas y fijas, con compañeros de viaje semidormidos o que lamen las heridas de guerra sufridas hasta ayer por la noche con miradas perdidas hacia no sé sabe donde, cargadas de tristeza y de soledad, o hacia un teléfono móvil de no sé qué generación (la del 98, la del 27, la del 50 o, a lo mejor, la del 70).
Iba yo con mis cosas y mi libro a cuestas, como cada mañana, pues soy usuario de autobús y lector convencido, dentro y fuera de él. En este caso me acompañaba "El mapa y el territorio" (disculpen mi esnobismo ocasional). En la parada acostumbrada sube la tropa acostumbrada, de la que destaca un señor al que conozco de vista: unos años mayor que yo, con sus brazos cargados de tatuajes, algún anillo perdido en la oreja, interesantes camisetas de rayas y una mirada, también, de víctima (se intuyen costurones importantes en el alma. Inevitable: a esas horas sólo poblamos el autobús víctimas de lo que sea). Se sube al autobús como casi cada día, se va al final y se encierra en sí mismo a escapar un rato, como hacemos todos (yo con un libro, él con sus cosas). Hasta ahora, todo como siempre.
Pero hoy el caballero llevaba una arrugada bolsa de unos grandes almacenes, y me llamó la atención el cambio (cuando tomas el mismo autobús a la misma hora con las mismas personas, o casi, se genera un hábito). El pasajero sacó un libro, con excesivo cuidado (detalle que me gustó). Y ese libro era de Tusquets, colección Marginales (detalle que me encantó). Banderín de enganche inevitable. Seguía yo con la vista en Houellebecq, obviamente, pero el título del libro de mi compañero de viaje atraía como si fuese un escote en según qué sitios y a según qué horas. Sorpresa mayúscula: "Enigmas y despedidas". ¡Madre mía!: mi compañero de soledades también pertenece a la cofradía de los lectores de Juan Luis Panero. No le conozco, pero intuyo que tenemos en común más de lo que pensaba.
No le dirigí la palabra (nunca lo he hecho, aunque tampoco coincidimos todos los días), pero hoy miramos los libros respectivos como se miran dos adolescentes con las hormonas revueltas en una moraga de la noche de San Juan. Supongo que nos reconocimos. A lo mejor cualquier día tendremos animadas charlas.
Aunque no sean horas...


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