domingo, 16 de abril de 2017

EL HOMBRE QUE LEÍA A DUMAS


EL HOMBRE QUE LEÍA A DUMAS

 

Antonio J. Quesada
 
Esta soledad de los supervivientes me la representaba muy clara y amarga.
Porque la supervivencia no es sólo un hecho físico y vital; es también un problema
enorme y sutil del medio ambiente, de las costumbres, de los conocimientos,
de un todo moral que ha muerto y donde nosotros, cuando sobrevivimos,
somos ya como fantasmas, como desgraciados seres que hablan un idioma que
nadie comprende, porque es el idioma de los que ya no están, de los que no volvieron”
(César González-Ruano: “Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias”, IV, XII)
 

 

Los funcionarios abrieron la puerta y pude, por fin, salir.

Por fin, el sol de la mañana otra vez. Eran los primeros rayos que me acariciaban, en libertad, desde hacía muchos años. La calle me resultaba extraña. Moverme libremente, todavía, me resultaba raro.

Plantado en la acera, mirando desorientado hacia todos lados y cegado por el sol, decidí encender un cigarro. Una vez encendido, tomé mi maleta y mi ejemplar de “El Conde de Montecristo” y decidí encaminarme hacia la estación de trenes.

Es hora de volver.

 

(…)

 

Las estaciones de trenes siempre me han parecido lugares intrigantes y sugerentes. Cantidad de extraños, cada uno con su historia a cuestas, paseando sus soledades de ciudad en ciudad: miedos, sueños, prejuicios, fanatismos, todo ese equipaje moral que llevamos a cuestas durante las veinticuatro horas del día. Aunque en estos sitios uno lo nota más.

El tren. Una turba de desconocidos que compartirán algunas horas cabalgando juntos por España sobre unos raíles. “El pollino / que sabe bien el camino”, creo que decía Machado.


(...)

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