domingo, 13 de septiembre de 2015

EL TELÉFONO DE LOS BOMBEROS



Columna publicada en Tribuna Andaluza.




El teléfono de los bomberos

 

Antonio J. Quesada



 

No me gusta el mundo que me rodea. Al menos, en parte. Pero no soy ningún destructor: si critico algo es porque me duele ese algo, porque quiero que ese algo mejore, no por afán de destruir nada. Y, a lo mejor, porque soy tan presuntuoso como para pensar que mi humilde y misantrópica opinión puede influir en mejorar algo en alguna parte. Cada vez dudo más de esa presunta influencia, aunque sigo teniendo el impulso ético de actuar: llevo mucho Vázquez Montalbán, mucho Sciascia, mucho Sartre, mucho Camus o mucho Pasolini a cuestas como para limitarme a leer el “Marca” y escuchar a Julio Iglesias.

En todo caso, cuando uno escribe columnas en alguna parte, a veces se cansa de ver que, posiblemente, clama en el desierto, y tiene la tentación de arrojar la toalla, con mejor o peor estilo literario. Lo escuché por alguna parte: cuando has logrado detener el entusiasta impulso suicida de alguien una vez, otra vez, otra, otra… a la quinta o sexta ocasión ya tiendes a quedarte al margen y asistir a lo irremediable. Puede ser.

Ya sé que no debe uno dejarse ganar por el desencanto (después de tantos años… el desencanto, ¡qué paneriano todo!), ya sé que me van a caer palos por parte del sector más combativo de las personas que me leen (¿me lee alguien por alguna parte?), pero a veces resulta inevitable. Parece necesario salir un rato al recreo, cuando menos. Echar un cigarro metafísico, que en todos los trabajos se fuma.

Aburre escuchar a tanto prócer expresarse con lugares comunes (tanta prosa gris y mediocre, sin gracia alguna) y asegurar que posee la varita mágica para solucionar lo que sea (desde la inserción de Catalunya en España o su independencia plena hasta la receta del lacón con grelos), y en el fondo defender su chiringuito (qué casualidad, que en sus eruditas elucubraciones siempre resulta imprescindible y sale bien parado). Y más este año, en que se elige a jefes de tribu en Catalunya y en España, lo que queda por oír y ya hemos empezado a escuchar. La mediocridad lo impregna todo, y percibimos, incluso, lo mutable que es el pasado (¡qué sorprendentemente vivo está el pasado!). En ocasiones está uno harto de clamar en el desierto, de ser puente en todas partes y de llevarse leña por todas esas partes (pues el puente es lo primero que vuela en cualquier guerra, como sabe cualquier estratega bélico). Entran ganas de emitir un comunicado: “señores, mátense civilizadamente, y quien sobreviva, que llame para tomar café y reorganizar esto”. Pero claro, luego ves a los inmigrantes que llegan a Europa buscando “la llave falsa de la tierra prometida”, como cantaba Sabina, huyendo de la muerte, y el recreo termina: hay que remangarse y echar una mano, pues no hacerlo sería miserable. Pero una cosa no quita la otra: estoy harto, incluso, de sesudos textos cargados de citas en inglés firmados por presuntas eminencias que, curiosamente, terminan defendiendo lo que interesa al señorito de dicha eminencia, más o menos oculto.

Conectan mis inquietudes con un debate que Umberto Eco planteara hace algunos años con interesante gracia creativa: ¿cuál es el papel del intelectual frente a los hechos que vive y, en concreto, frente al poder? Umberto Eco proponía llamar a los bomberos cuando se quema la casa, pues entendía que el primer deber de los intelectuales es permanecer callados cuando no sirven para nada y, así, no reprochar a Platón el que no hubiera propuesto un remedio para la gastritis. Antonio Tabucchi, en un sugerente texto publicado por Anagrama (Anagrama: siempre empeñada en hacernos mejores, como más civilizados) motivaba cómo sí corresponde al intelectual reprochar a Platón que no inventara el remedio para la gastritis, estaría bueno.

Mi corazón me coloca con Tabucchi, pero mi experiencia me dice que, desgraciadamente, cuando el intelectual marca el número de los bomberos más veces de las que debiera el teléfono comunica.

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