Ayer
se presentó en Madrid el último número de "Oropeles y guiñapos", por lo
que el hecho dulce de colaborar en dicha revista se tiñe de tono agrio,
al saber que apagamos la luz de la misma. Homenaje a Gustavo Adolfo
Bécquer.
GRACIAS, querido y admirado Agustín Porras, por confiar en mis textos.
https://www.fundacionalambique.org/images/stories/oropeles7/revistaoropeles7.pdf?fbclid=IwAR2O_W9QVkPNSQ87xTUiy2R7OXhHfq0fofByFbBc1dTI0oYQ4sIWzbCLP8Y
CUANDO BÉCQUER TAMBIÉN SE COLOCÓ LA
MASCARILLA: LECTURAS DE VIAJE
Antonio J. Quesada
“Trabajo todo el día (…). No porque
sea un adicto al trabajo, sino
porque me evita tener que enfrentarme
al mundo,
uno de los escenarios que menos me
gustan”
(Woody Allen: “A propósito de nada.
Autobiografía”, Alianza, 2020, p.436)
Soy muy especial
para mis lecturas de viaje, como lo soy en otras facetas de la vida. Pero mi
vida no viene a cuento, en este momento: ni a mí me interesa, en ocasiones. Sigamos
con las lecturas y con los viajes, que son más interesantes.
Cuando viajo mantengo
un rito imprescindible: me hago acompañar, siempre, de un libro de confianza (una
de esas lecturas que sabes que nunca te defraudarán cuando estés flotando en el
aire), un diario deportivo de ese día (prensa deportiva: la más rigurosa que
conozco) y una revista humorística de esa semana (el humor: lo más serio que
hay en la vida). Voy turnando estas lecturas y así me olvido de que estoy en
peligro de muerte, en manos de un piloto de avión que, espero, no tenga un mal
día, como puede sucederle a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Además,
me acompaña esa triste maleta, preparada tarde y mal, que siempre llevamos los
hombres en estos trances (y en la que inevitablemente faltará algo) y un
equipaje de mano casi tan estrambótico como su dueño, que irá en el
compartimento superior de la cabina, o entre las piernas (esto suena como
erótico, pero no lo es).
En todo caso,
quiero destacar cómo selecciono cuidadosamente mis paraísos artificiales para
distraerme durante los trayectos que hago de vez en cuando.
Antes de que el
coronavirus nos encerrara entre cuatro paredes, a esperar tiempos mejores, marché
a Roma por cuestiones de trabajo (cuando uno viaja a Roma, sea para lo que sea,
es inevitable asumir una proporción importante de placer). Y escogí una lectura
a la que quería volver desde hacía años y no encontraba el momento: las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Me
apetecía volver a ese mundo mágico de prosa poética (poesía al margen de la más
canónica poesía: las inolvidables Rimas).
Mi intención era evidente: quería retornar, de noche, al Monte de las Ánimas, mantener
las distancias con la Cruz del Diablo, enamorarme de unos ojos verdes, disfrutar
de la música de Maese Pérez o de lo que es un beso, no desatender a los rayos
de la luna (ese satélite espacial diseñado para románticos incorregibles),
esconderme en la cueva de la mora o en la venta de los gatos o idolatrar a las
apasionadas rosas de las que únicamente nos quedará el nombre.
El ambiente de
las leyendas de Bécquer, trufado por los prescindibles cotilleos deportivos y
las mejores viñetas satíricas y caricaturas, me sirvió para olvidar la
complicada realidad previa a la pandemia, y el vuelo fue muy satisfactorio. Mi
paraíso artificial funcionó.
Llegué a Roma,
trabajé durante días hasta que el coronavirus lo oscureció todo y me escondí a
esperar una posible salida consular que me permitiera esconderme, pero en casa.
Llegó el momento, y Bécquer también me acompañó durante la dura repatriación
que protagonicé. Junto a un giornale
sportivo y fumetti divertenti,
claro está. Se veía venir. Soy animal de costumbres.
Siempre asociaré
estos viajes con un cúmulo de sensaciones contradictorias: la alegría de volver
a Roma, la satisfacción de trabajar en algo apasionante, la preocupación por la
extensión de un mortífero virus, la prudencia para evitar caer en sus garras,
la vuelta a casa con nocturnidad y alevosía y la creatividad becqueriana para
huir de la realidad más inmediata. No sé en qué proporción, pero… todo eso
estuvo presente.
En aquellos
viajes, no cabe duda, incluso Bécquer se colocó la mascarilla.