Se publica en la Revista Refugios mi relato "El fin de todo".
Es un gran honor.
https://refugiosrevistacul.wixsite.com/refugios/single-post/el-fin-de-todo?fbclid=IwAR3nFA7240mq_69x-VF10yWD5Q194HAqX-Nez6j9WrbMofbQzfpg0O9lq44
EL FIN DE TODO
Antonio J. Quesada
Todo esto que cuento sucedió. Sé
que sucedió, pues lo vi con mis propios ojos. Pero nadie me cree, pues no
apareció en la prensa, en la radio ni en la televisión, y parece que los
vecinos no se enteraron de nada. Lo que no sale en los medios de comunicación
no existe.
Pero esto sucedió, créanme. Sé que sucedió,
pues lo vi con mis propios ojos.
Bajé a la calle dispuesto para ese largo paseo con que me homenajeo, al
alba, cada domingo. Desde que abandoné la práctica del fútbol, para evitar
lesiones mayores (ya no tengo edad para lo que podía venir…), este paseo
dominical es mi gran actividad deportiva. Ya sé que no es gran cosa, que nunca
tendré los músculos de esos jóvenes que frecuentan los gimnasios y que, por
tanto, jamás ligaré mujeres (u hombres, si tal fuera el gusto) con la
diligencia que ellos exhiben. Lo asumo. No pasa nada: a problemas más graves hago
frente cada día y no me vengo abajo.
Tiro la basura, que parece que fabrico cada sábado, a eso de las siete de
la mañana y me dispongo a cruzar la calle para dirigirme al mar (“que es el
morir”, como nos enseñara Jorge Manrique). Sin embargo, algo anormal sucede
hoy: una parte de la calle está precintada. En concreto, la parte próxima a la
entrada del garaje de mi comunidad de vecinos. Es el tramo en que hay una
cafetería de calidad más que dudosa, tanto en sus productos como en su servicio.
Algunas personas (algún policía, incluso) ocupan la calle, y todos miran hacia
el bloque. No es normal este ambiente, en pleno domingo y a estas horas tan tempranas
e indecorosas. He pensado que a lo mejor hay peligro de derrumbamiento: he
vivido esa situación en otras ocasiones, y se parece mucho a esto.
No soy curioso, pero esa mañana me pudo la curiosidad y decido acercarme.
Al fin y al cabo salgo para pasear: puedo cruzar en el paso de cebra próximo al
lugar y, además, enterarme del problema. Al aproximarme veo a varias personas
tomando fotografías de un concreto balcón con el teléfono móvil, y a bastantes
más policías de los que imaginaba, todos mirando para el mismo balcón. Esto parece
más importante de lo que pensaba.
Miro para el balcón: un joven parece intentar acceder al balcón desde la
fachada, frente a la atenta mirada del público concentrado allí. El balcón está
abierto y dentro hay una luz encendida.
Inmediatamente soy consciente de todo. Dios de mi vida.
El joven no intenta acceder a ningún sitio, ahora todo es evidente para
mí: su inmovilidad, la extraña postura y la cuerda que une su cuello a algo que
está dentro del balcón lo dejan todo claro.
Es la primera vez en mi vida que asisto, de modo tan descarnado, al
espectáculo que ofrece una criatura que, vayan a saber por qué horrible razón,
se lanza al vacío con el cuello abrigado por una soga.
En el balcón hay luz. Se percibe detrás de las cortinas. Es siniestro.
Desde entonces me obsesionará ese escenario, cargado de la más horrible
soledad: esas luces que un suicida deja encendidas antes de proceder a ejecutar
su plan. Ya las había visto en otra ocasión, que ahora no viene al caso, pero a
partir de ahora me perseguirá esa luz durante bastante tiempo.
Un espectador que no reparara en la cuerda que une el cuello con algo
dentro del balcón podría pensar que el muchacho, vestido con ropa deportiva,
pretende acceder al inmueble. Me sucedió a mí, incluso. El hecho de que la
pierna derecha repose en un saliente de la fachada y el raro gesto de la pierna
izquierda, flexionada, ayudan a pensar que en este preciso momento está en
dicha tarea.
Sin embargo, no hay duda: la inmovilidad del joven y, ante todo, esa
cuerda siniestra, maldita, no dejan lugar a dudas.
Esto no es el comienzo de nada. Esto es el fin de todo.