Se publica el primer número de "Oropeles y guiñapos", y tengo el inmenso honor de participar en él con el relato "Poemas corsarios".
Espero que les agrade.
POEMAS CORSARIOS
Antonio J. Quesada
- ¿Puede repetirme su nombre,
señor? –comenta la muchacha, aséptica.
- Sí, cómo no –contesto-. Fidel
Villanueva.
- Fidel Villanueva –repite,
mientras consulta la agenda-. Conforme. Y dice usted que tenía cita hoy, a las
11’30 –continúa con la mirada fija en la agenda.
- Efectivamente, así es.
- Pues aquí no aparece –levanta la
vista y dirige hacia mí su mirada. Su mirada es como la de quien observa la
pared de enfrente, si es que existe esa pared o hay algo enfrente. El
escritorio detrás del que está es imponente, y la sala posee esa monumentalidad
de algunos edificios oficiales, que te hacen sentir exageradamente disminuido.
- Mire a ver si estoy apuntado por
el título del libro, si es tan amable.
- Podría ser. Dígame qué título puso
al libro presentado.
- “Poemas corsarios” –contesto,
algo azorado, y bajando el tono de voz. Me siento fuera de lugar pronunciando expresiones
poéticas en una sede oficial de la burocracia.
- “Poemas corsarios”, dice usted… -vuelve
a consultar la agenda, y sus ojos se posan en una línea de la misma: mi título
suena fuera de lugar en sus labios-. Sí, efectivamente, aquí está, “Poemas
corsarios”. Tiene usted cita hoy a las 11’30, efectivamente –se quita las gafas
y me mira-. Si quiere, puede tomar asiento y cuando le corresponda será
atendido –comenta mientras señala unos asientos grises que dan a la estancia un
aire como de centro de salud de barrio o de delegación del Ministerio de
Hacienda en tiempos de alguna campaña de impuestos. Varias personas con rostro
de inquietud contenida ocupan algunos de los citados asientos. Nos saludamos
con frialdad: el ambiente es como de competencia, de latente rivalidad.
- Gracias –me siento y, es
inevitable, dejo volar mi imaginación.
- Señor Fidel Villanueva, por favor
–anuncia un señor que aparece después de abrirse una enorme puerta, a tono con
la estancia. El señor aparece con una lista en la mano. Mis compañeros de
espera me miran con aire de envidia: llegué después, pero terminaré antes que
ellos.
- Sí, soy yo –me levanto y
contesto.
- Acompáñeme, si es tan amable.
Se adentra en la estancia contigua.
Le sigo. Al ingresar en la nueva estancia dirijo mi mano hacia la cartera, en
la que porto siempre la imagen de San Francisco de Asís. Viejo rito personal.
San Francisco: un santo al que el ateo que soy respeta profundamente. San
Francisco: siempre conmigo. Esperemos que hoy me proporcione suerte. Como ha
sucedido en tantas otras ocasiones.
- “Poemas corsarios” –comenta con
voz gélida el funcionario que me atiende, desde detrás del imponente
escritorio. Traje gris, sobria corbata, alopecia galopante y gafas de pasta-. “Poemas
corsarios” –repite, como con la mente en otra cosa-. “Poemas corsarios”, de
Fidel Villanueva, sí –comenta, desganado, leyendo el papel, pero sin expresión
alguna en el rostro. Para él es un procedimiento administrativo más, igual que
si yo fuese a abrir una tienda de frutas o a solicitar una licencia
urbanística.
- Efectivamente, soy yo, y es mi
libro –comento: mi corazón aspira a salir del pecho, aunque intento disimularlo.
- Bien, vamos a ver, señor
Villanueva –baja el papel y dirige su mirada hacia mí-. El informe de los
expertos desaconseja la publicación –mi corazón aumenta el ritmo de sus latidos
velozmente, todavía más, y una ráfaga de calor se apodera de todo mi cuerpo-.
Siento mucho tener que decírselo, pero el Comité de Expertos ha decidido que
esto que usted hace no es poesía y, por tanto, no es publicable. Lo siento,
señor Villanueva.
- ¿Que no es poesía? –contesto,
extrañado-. No lo entiendo, señor: hago una poesía bastante especial, pero creo
que puede considerarse poesía.
- Señor Villanueva, según veo aquí,
sus textos son comprensibles para casi todos los lectores, y los más doctos
entendidos no encuentran reminiscencias mitológicas greco-latinas en ellos. En
fin, esto no es poesía y, por tanto, al no pasar el control pericial, no puede
ser publicado.
- Pero no lo entiendo –comento,
controlando la indignación que me embarga-. Poesía es armonía, poesía es ritmo,
poesía es belleza, poesía es duda…
- Señor Villanueva, definir lo que
sea o no poesía no es competencia suya, ni siquiera mía, sino de la Dirección General
que controla la publicación de poemarios en nuestro país. Desde que nuestro
Gobierno tuvo la feliz idea de reservar el papel destinado a la publicación de poesía
para verdaderos poemarios, no para “inmundicia poética” (utilizo términos del
Real Decreto por el que se crea la Dirección
General de Asuntos Poéticos), es el Comité para la Determinación de
Auténticos Textos Poéticos el que decide qué es poesía y qué no. Así evitamos
los problemas del pasado, con tanto libro de pretendida poesía que no servía
más que para talar árboles, divulgar mejunjes literarios y engordar todavía más
unos egos ya suficientemente inflados. Nunca más. La poesía es la más elevada
de las artes, y hay que tratarla como merece.
- Ya, ya sé, me consta que la
misión de esta Dirección General es noble, pero… creo que se equivocan en este
caso –contesto, comenzando a desesperarme-. Mi libro es muy innovador, y
aportará mucho a nuestra poesía…
- Mire, señor Villanueva -se coloca las gafas-, en su libro, según veo
aquí… -lee el papel- no existe rima conocida, las imágenes son excesivamente débiles,
la crítica social es exagerada, no se incluyen mitos griegos (“esto es
gravísimo”, añade volviendo a mirarme), es todo exageradamente prosaico, no se
aprecian influencias clásicas reconocibles, no rinde pleitesía a ninguno de
nuestros grandes poetas nacionales o locales (“sobre todo hay que cuidar a
estos últimos”, ironiza) y, encima, casi cualquiera puede comprender los textos
–levanta nuevamente los ojos y me dirige una severa mirada-. ¿Sigo? Tengo más… ¿Cree
usted que eso puede ser poesía? ¿Pero
en qué país vivimos? No es posible, señor Villanueva… -deja el informe sobre su
mesa.
- ¡Quiero imprimir un giro novedoso
con mis textos! Ya escribió alguien que el síntoma de un gran poeta es
contarnos algo que nadie había contado, pero que no es nuevo para nosotros.
¡Todo gran poeta debe plagiarnos! –elevé el tono de voz, mientras parafraseaba
a Ortega y Gasset, intentando no sé si impresionar, convencer o, simplemente, estallar.
En cualquier caso, no entiendo el salto argumental que acabo de protagonizar.
- Le ruego, señor Villanueva, que
no levante la voz u ordeno su desalojo inmediatamente –me contesta, con maneras
severas y rictus serio.
- ¿De qué hablan los poetas?
–continua mi extraño monólogo culto-. ¿Qué sentido tiene lo que dicen los
poetas? ¿Por qué hablan de esta manera? ¿Quién les hace hablar así? –cuando
parafraseo a Josep Pla siempre recurro a mis verdades más profundas; veremos a
ver cómo termina la reunión.
- Señor Villanueva, no tengo por
qué darle más explicaciones. Su texto no
es poesía, así que no podrá ser
publicado. Y punto –me mira fijamente-. Le doy un consejo, Villanueva –su
semblante adopta un aire de ironía, por primera vez-: póngalo en prosa y busque
una editorial para publicarlo, a lo mejor se lo aceptan. Eso es legal: allá
ellos con lo que publican. Pero ya sabe que desde que la publicación de poesía
no es libre en nuestro Estado debemos jugar con estas reglas. Se ha decidido
que usted no ha escrito poesía, por lo que esto
no es poesía. Y no me haga perder más el tiempo, señor Villanueva, que tengo
muchos otros expedientes por atender (señala una montaña de carpetas que
reposan en una mesa auxiliar a la suya). Ya le llegará por correo certificado
la decisión administrativa. Recúrrala. Buenos días y que tenga suerte.
Da por terminada la reunión. Se
acerca el señor que me introdujo en la estancia, invitándome a salir.
Salgo con mis “Poemas corsarios”
debajo del brazo y con un buen enfado, todo por el mismo precio.
Me costó asimilar la inesperada adversidad,
pero intenté sacar algo bueno de aquella experiencia. Escribí un poema titulado
“Denegaron mi solicitud”, y lo coloqué como epílogo de mis “Poemas corsarios”,
que en edición clandestina circula entre mis amigos.
Denegaron mi solicitud
A quien corresponda. Sería extenso detallar
Los jueces, severos,
y cuidando extremadamente la escenografía,
como Dios manda,
colocaron bien visible el
crucifijo,
se vistieron de negro,
se tocaron con la vieja peluca de
las grandes ocasiones
y,
con la dentadura postiza bien
ajustada,
anunciaron que
denegaban mi solicitud
en virtud del artículo no sé cuál
de la Ley Orgánica
no sé qué,
ante la evidente falta de méritos
por mi parte.
Añadieron
que podía recurrir la decisión,
que podía quejarme porque me
hubiesen calificado como inútil a los efectos oportunos.
Lo que me comunicaron para mi
conocimiento y efectos
en Madrid a día tal del mes tal del
año tal.
Levantaron la sesión,
recogieron sus papeles
y
salieron, crucifijo incluido,
vestidos de negro, con peluca y
satisfechos.