Alguna vez participé con este relato en un libro homenaje a Juan Ramón.
No sé si es el mejor modo de empezar la semana, pero... nadie dijo que la vida fuera fácil. Ya se sabe, además, que la vida termina acabando con nosotros.
NEBULOSA
Tres meses.
Las cosas son como son, no como queremos que sean, así que lo único que puedo hacer es amoldarme a la situación. No merece la pena rebelarse contra lo inevitable, es poco inteligente.
No es el momento de empezar a entonar el bolero de lo que pudo haber sido y no fue. No, de eso nada.
Todavía me queda tiempo para hacer las cosas bien. Tres meses.
Esta noche prepararé una pequeña maleta e intentaré no despertar sospechas con mi marcha. Partiré como quien sale de casa para ir al trabajo, como cada mañana. Pero ya no volveré. Perdonadme.
No quiero que nadie sufra, les quiero demasiado. No es mi intención provocarles el inmenso dolor de obligarles a asistir a mi degeneración física. Y que cuando hablen de mí, para recordarme, piensen sólo en ese cadáver que todavía respiraba, en su cama, y que se hacía las necesidades encima, pobrecito.
No. Prefiero que me recuerden de otra forma. Incluso con algo de rabia, por qué no. Que digan: “se fue de repente, el muy vividor, a saber dónde andará. Disfrutando por ahí, seguro”. Nunca sabrán lo que crece en mi organismo, ese traidor, así que no intuirán nada.
Lograr una nebulosa en torno a mí, eso es lo que deseo. Mejor eso que no que se les salten las lágrimas cada vez que pronuncien mi nombre. Perdonadme por lo que voy a hacer, tampoco para mí es fácil. Pero debo hacerlo.
Salgo para no volver. Mi rostro se inunda de lágrimas al despedirme de mi ciudad y pensar que dejo a todos atrás, ya para siempre. Porque esto es un nunca más. Esto es un “hasta siempre” a todo y a todos. A la calle donde vivo, manifiestamente mejorable, pero mía. A la avenida principal, con algo de aquella calle mayor de Bardem, tan felliniana. Al café central y a Matías, que siempre era capaz de reservarme el “Marca” para el desayuno. A la estación, que ha quedado tan bien después de la reforma. A mi esposa y a mis hijos, mi vida. Al portero de mi oficina, tan defensor de su Real Madrid, especialmente los lunes. A todo y a todos: adiós. La biología no me permitirá volver.
No temo a la muerte, pero sí temo al dolor. Algún día seré un muerto, eso no puedo evitarlo. Pero lo que nunca seré es un enfermo, eso sí puedo evitarlo.
Debo encontrar el método para irme por mi propia mano y sin dolor (o con un dolor mínimo). No quiero agonizar entre testigos y plañideras, no. Estas cosas hay que hacerlas solo y solo lo haré, aunque no sé todavía cómo. De un modo que no duela, por supuesto, eso sí lo tengo claro. Me queda tiempo, todavía, para hacer las cosas bien. Casi tres meses, para ser exactos.
“Tren procedente de X, acaba de efectuar su entrada. Andén número cuatro”.
Bajo del tren con mi pequeña maleta y decido tomar un café en la estación. No tengo prisa, ¿para qué? Nada ni nadie me espera en ningún sitio. Todo es extraño y todos son extraños: ideal para mis planes. Por fin, la soledad. La terrible soledad pretendida. Ya le puse nombre a esto que busco: la nebulosa.
Salgo a la calle y el aire frío me golpea la cara con violencia. En el sur no estamos acostumbrados a este frío ni preparados para él. Me abrocho totalmente la gabardina, vuelvo el cuello como hacen en las películas los hombres duros y comienzo a caminar calle arriba.
En soledad. La soledad será mi hermana siamesa a partir de ahora. Durante el tiempo que dure todo esto seremos un único cuerpo, aunque sea un cuerpo enfermo y desgastado.
Y me alejo para siempre sin testigos, disuelto en una multitud de extraños. Triste pero satisfecho. Es exactamente lo que yo buscaba: la nebulosa.