FRAY ANTONIO
(Relato incluido en mi poemario “Cuaderno de Roma”).
(Este relato es un homenaje a Fray Antonio,
un hermano franciscano de Palencia
al que tuve la suerte de conocer
y al que pude acompañar en Asís alguna vez)
- ¡Ay, Dios mío!, lo que hay que aguantar –nos comenta Fray Antonio, mirando hacia arriba, a la planta superior de la Basílica, y señalando a una guía turística rubia con cara de extranjera del norte-. Mira aquella, la francesa, siempre la misma película. Sabe que no se puede utilizar el micrófono en lugar sagrado y allí sigue. Perdonad un momento.
- Nada, hermano, nada.
Fray Antonio sube la escalera, moviendo la cabeza con gesto de contrariedad, algo renqueante, y se acerca a la guía francesa. Le dice algo agitando las manos al estilo italiano, ella le mira como quien piensa que ya vuelve el cascarrabias mandón de siempre, y se retira, haciendo gestos indicativos, a su grupo, de que el fraile está algo loco. Fray Antonio vuelve con nosotros y seguimos el paseo por el claustro.
- Estos guías son siempre iguales. Ahora, que esto pasa porque no sabemos gestionar bien esta historia, que si no… Pero cuando me toca a mí por aquí se enteran. Bastante dinero ganan a nuestra costa, que no vemos un duro.
Cruzamos una puerta y aparece un policía municipal, que vigila el orden en el gran templo. Fray Antonio se dirige a él.
- Guarda, la francesa già è come sempre. Non l’hai visto?
- Non, fratello, non ho visto niente.
- Non ho visto, non ho visto niente. Ma si deve vedere, eh?, si deve vedere. Guarda bene, che allora si vede...
- Estos también tienen tela –se dirige a nosotros-. Pasan olímpicamente y no quieren líos. Al final, tenemos que hacerlo todo nosotros. Bueno, ya hemos llegado a la parte que todos quieren ver siempre, a Giotto.
Mira alrededor y, cuando nos iba a empezar a contar, comprueba cómo un heterogéneo grupo de colegiales y jubilados se acerca gritando al altar mayor.
- Signori, per favore, silenzio. Questo non è un mercato, questo è una chiesa!
El grupo guarda silencio, de repente, y Fray Antonio se vuelve a nosotros, mientras alguno del grupo, algo más sensible, hace gestos de disculpa con el rostro y las manos. Fray Antonio no les ve: ya se dio la vuelta.
- Algunos son como animales, se creen que están en la plaza de su pueblo. En una verbena.
- Esto se hunde. Es terrible, pero aquí no hay futuro. Somos pocos, la mitad están, los pobres, inservibles para el trabajo, y esto va cada vez peor. Yo estoy loco por volver a España, a ver dónde me mandan.
- Pero puede elegir destino, ¿no, hermano?
- No, qué va, pero espero ir a Sevilla o a Castilla. Aunque no depende de mí, claro –comenta con mirada algo perdida; de repente, se endurece algo su mirada y la dirige alrededor-. Lo que tiene tela es que esto pase en Asís, precisamente. Esto tiene tela.
Y continuábamos nuestro paseo, entre obras de Giotto y demás maravillas.
- Pensad que entonces había muy pocos libros. Esto tiene, además del valor artístico, una enorme intención pedagógica. Mirad para allá… -comentaba, mientras señalaba alguna pintura del techo.
- Signore, per favore, questo è un luoco di spiritualità.
Los turistas piden disculpas, o eso parece. Por detrás, algunos sonríen.
- Todos los días así, madre mía. Todos los días, piensan que vienen al Museo del Prado. Venid por aquí, venid. Mirad aquella imagen.
- Esto es de locos. Vosotros no os dais cuenta, porque venís para tres meses y estáis metidos en vuestras bibliotecas, con vuestros libros, pero quien vive aquí se da cuenta de que esto no se ha hundido por dos razones: una, porque estamos en Europa; otra, porque aquí se vive del turismo y toda Italia es un gran monumento. Pero esto funciona como Argentina, no se os olvide nunca. O peor, vete a saber.
- ¿Tan mal está la cosa, Fray Antonio?
- Mal no. Peor.
- Y aquello es lo que cayó con el terremoto. Mirad –nos señalaba la parte del techo.
- Terrible.
- Se llevó por delante la vida de cuatro personas, incluso. Una tragedia.
- Desde luego.
- Esperad un momento –Fray Antonio se dirige a un grupo-.
Il cappello, che questo è una chiesa, per favore –el guía hace gesto de disculparse y Fray Antonio vuelve hacia nosotros-. Tienen menos educación que las bestias del campo.
Seguimos el paseo por la parte alta de la basílica, entre japoneses y demás turistas.
Comimos en un sitio recomendado por Fray Antonio. “Decid que vais de mi parte, aquí casi todo funciona así”. Comimos bien. Paseamos por el pueblo: un piccolo paesino di montagna come altre. Eso sí, sabedor de que el turismo es su modo de comer caliente: el Comune se encarga de mantener aquello con ese aire medieval.
E, impactante, la Basílica. Imponente.
Turistas, turistas, turistas. Cámaras de fotos. Alguna pintora con un cuaderno en algún gran balcón. Ingleses avasallando con su balón de fútbol en alguna plaza. Turistas, turistas, turistas.
Perugia al fondo, niebla, campos, ríos. Maravilloso Asís.
Autobús de vuelta a la estación: turistas. Alguna rumana interesada en alguna cartera de turista. Pequeña estación de tren con sus chaperos rondando (ragazzi di vita algo crecidos).
En el autobús no dejé de mirar la Basílica, imponente, mientras nos alejábamos del pueblo. Hice bien: merecía la pena no prestar atención a ninguna otra cuestión.
En el tren de vuelta a Roma, cansado, pensaba en Fray Antonio. Un franciscano dedicado tanto a la vida contemplativa como a lograr que los escolares se quitasen la gorra al entrar a la iglesia, que no chillasen en la tumba de San Francisco o que no le tocasen el culo a la amiga o correteasen por las capillas. Dedicado casi tanto a lograr que los guías turísticos no usaran micrófonos dentro del recinto religioso como al estudio de los textos sagrados.
Pensaba en él con cariño y, también, con un poco de pena.
Fray Antonio: un buen hombre en un mundo que le sobrepasa, posiblemente. Algo así debí pensar.