Hace tiempo remití a cierto Diario un comentario sobre un concreto trabajo narrativo del genio loco, Leopoldo María Panero. El loco cuerdo. El genio extraño. Mi maldito de cabecera.
Como el trabajo no termina de salir y he perdido la esperanza de que salga, y además creo que es un comentario curioso, lo incluyo aquí, para disfrute de los... bueno, del lector que me consta que me sigue fielmente y que, como en el caso de los teólogos del cuento de Borges, habita mi mismo cuerpo.
Un abrazo fuerte para mí mismo (¡qué haría yo sin mí!, soy lo mejor que tengo...) y también para todo aquel despistado que por aquí ronde.
Papá, dale la mano que tiene miedo
Antonio J. Quesada
El malditismo atrae, lo he dejado escrito por alguna parte
(no quiero repetirme ni citarme a mí mismo: no soy ni sabio ni pedante). Pero,
sin duda, el malditismo atrae, sobre todo si no tienes cerca al maldito: es
fácil defender el malditismo desde detrás de la pantalla de un ordenador o
desde la lente del microscopio, asépticamente y con las manos limpias, pues ya
nos enseñó Fernando Savater que tener cerca a un maldito puede ser problemático
para la convivencia. Michi Panero también lo decía, a su manera, “después de
tantos años”, por lo que veía y escuchaba en esas noches de ginebra y hembras
que alargaba hasta los primeros rayos de sol: si tanto le admiran (a su hermano
Leopoldo María), que se hagan cargo de él y le lleven chocolatinas al manicomio,
joder.
Todo esto viene al hilo de que, casi por casualidad (como
quien desarrolla varias actividades a la vez, entre ellas ésta), no hace mucho adquirí
un libro de prosa de mi maldito de cabecera, Leopoldo María Panero. El libro en
cuestión es “Papá, dame la mano que tengo miedo”, publicado por Cahoba
Ediciones en 2007. Lo abrí por el prólogo de la que fuera su oscuro objeto de
deseo (¡“después de tantos años”!), Ana María Moix, y… no pude cerrarlo hasta
que me bebí el libro completo. No me quedó otra que olvidar al resto del mundo y
enfrascarme en esta tarea, pero no me dolió. La altura a la que brilla el gran alucinado
lúcido en este trabajo es elevadísima. Literatura en estado puro, con los
guiños que Leopoldo María siempre reserva a sus lectores, por supuesto:
culturalismo atropellado, Lacan, (anti)psiquiatría, amenazas de muerte propias
y ajenas, muertes más o menos reales, resurrecciones hindúes, temores,
certezas, España… Pero todo a la mejor altura. Prosa extraordinariamente
poética. Y entrecruzado, todo, por aquel amor frustrado (los mejores: los que
más recuerdas con los años) por Ana María, la
nena Moix, esa muchacha hermana de Terenci que siempre me resultó
serenamente bella. Murieron casi a la par, los dos artistas: la bella y el
loco.
Un libro imprescindible: de las mejores inversiones
literarias que he hecho en bastante tiempo. Logra lo que debe pretender todo
autor: que quien se sienta a leerle no sea la misma persona que se levanta del
sillón.
Y sucede. Por eso, quiero dejar aquí algunas perlas del
mismo, para animarles a hacerse con él y disfrutarlo. Del prólogo de la nena Moix destacaría, por ejemplo, la
referencia a “la carcajada infernal del verbo de Leopoldo María Panero”.
Carcajada pareja a las que dedicaba a los oyentes a lo largo de sus charlas:
infernal (los tangerinos le recordaban como “Shaitan”, Satán) e inolvidable.
Este libro es Leopoldo María hecho más prosa que nunca. Y la descripción que le
dedica la Moix no
es poca cosa: “es más que un maldito: es un proscrito que reside en un hospital
psiquiátrico, no por enfermedad mental sino porque es el único lugar donde está
protegido del sistema de vida de sus congéneres”. Soy de la opinión de que
España es un manicomio sin verjas.
Como he apuntado, el libro en sí es frenéticamente
literario. Leopoldo María es más Leopoldo María que nunca. Recorramos algunas
frases especialmente sugerentes para comprobarlo: “sólo sé llorar y escupir
contra el mundo en legítima defensa”. Puede ser discutible, pero… ¿para qué
discutir? Mejor gozar estéticamente.
“Todo hombre es un poeta asesinado, la muerte es un
suicidio y vivir, un delirio”. No me cabe duda: el poeta sabe sobrevivir
gracias a la búsqueda de la belleza. De lo contrario, la vida acaba con él de
múltiples formas: el matrimonio (ni los homosexuales están, ya, a salvo de esa
trampa jurídico-civil), una plaza de funcionario, hijos, una casa con o sin
hipoteca, comisiones bancarias y todas esas celadas que nos reserva la vida. El
poeta escapa o, al menos, lo intenta: “yo no quiero / comerme una manzana / dos
veces por semana / sin ganas de comer”, cantaba Joaquín Sabina.
“Si por algo estoy en literatura es para averiguar hasta
dónde puede llegar la vida, si se la fuerza en exceso”. Gran razón, sí señor (aunque
en su caso la cosa psiquiátrica le ha fastidiado a lo grande: “odio a la
psiquiatría porque me ha destruido, y me ha convertido en un monstruo que ya no
sabe hablar ni callarse”). Luis Antonio de Villena describe muy bien esa
actitud de llevarlo todo al límite en “Malditos”, ese homenaje a Eduardo Haro
Ibars (otra gran figura de este pesebre del malditismo español) por el que se
asoma, era inevitable, Leopoldo María.
En fin, que no le queda otra, a Leopoldo María, que
pronunciar las sílabas del miedo. Como Doctor en Derecho asumo su defensa:
papá, dale la mano que tiene miedo.