(Trabajo publicado en los Números XIX-XX de la Revista Dos Orillas)
Reivindicación del poeta Carlos Barral
Antonio J. Quesada
“…desde siempre, una parte de su
personalidad
era el disfraz con el que se protegía.
Al llegar a
la vejez sus disfraces y él se fundieron
en una
unidad indisoluble: personalidad y
apariencia
fueron entonces lo mismo”
(Alberto Oliart, refiriéndose a Carlos
Barral)[1]
Soy cada día
más propenso a los juegos malabares, pero como la destreza física no me
acompaña en estas tareas (de lo contrario me ganaría la vida por circos
oficiales u oficiosos), practico el malabarismo conceptual, el malabarismo
literario o, incluso en ocasiones, el malabarismo pedagógico (ahora que nadie
me escucha: esta última modalidad será nuestro secreto). Todo esto viene a
cuento de mi próximo número artístico, que tendrán ustedes ocasión de presenciar
en este trabajo: voy a reivindicar al poeta Carlos Barral sin ocuparme directamente
de su poesía.
En cualquier
caso, suelo ser un loco razonablemente cuerdo, y soy consciente de que
cualquier persona que quiera (in)formarse desde un punto de vista más
científico sobre la poesía de Barral puede acudir a los excelentes trabajos de
Carme Riera al respecto
[2], entre
otros
[3]. Pretendo
con este trabajo reivindicar lo sugerente de un personaje como Carlos Barral
que, pese a que ha pasado a la posteridad por otras facetas de su personalidad,
lo que fue en todo momento, y en torno a ello vertebró su propia persona y su
propio personaje, es poeta
[4].
Carlos Barral
se ha ganado un merecido puesto de honor en las Letras españolas tanto por su
tarea de editor como, posteriormente, por su condición de memorialista. Como
editor, al frente de Seix Barral (y de Barral Editores, después), abanderó la
introducción en
la España
gris ceniza del Centinela de Occidente de parte de la más sugerente literatura
europea del momento (francesa, italiana, alemana, inglesa, algún clásico y
alguna figurita más exótica de países con lenguas todavía más extrañas de esta
parte de los Pirineos), de literatos iberoamericanos (Vargas Llosa, Cortázar, García
Márquez
[5], Edwards
y otros: el llamado
boom) así como es
clara la apuesta por el realismo crítico español, por esa suerte de Joyce
español que fue el malogrado Martín-Santos, y por publicar poesía española del
momento (Ángel González, Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma…). Manuel de
Lope dejó por escrito aquello de que “somos la generación de Alianza-Seix
Barral”. Impagable, su tarea de editor y agitador cultural, en aquella triste
piel de toro triste.
Como
memorialista, algo más adelante, no cabe duda de que practicó un género poco
conocido en nuestro país (y más en aquellas épocas), un país más dado a ejercitar
la desmemoria que la memoria (que le pregunten a Laín Entralgo, o a un buen
amigo de Barral, Juan Marsé, cuando se vengó literariamente de la desvergüenza
de la memoria ajena): a los tres tomos de sus memorias canónicas, “Años de
penitencia” (1975), “Los años sin excusa” (1978) y “Cuando las horas veloces”
(1988), podemos añadir por derecho propio su novela “Penúltimos castigos”
(1983), sugerente ejercicio de autoficción
[6]. Excelente
en todo caso, aunque a todo lector de Proust los años de infancia de cualquier
autor puedan sonar a textos ligeramente releídos, ya.
Pero si algo
fue Barral, ante todo y por encima de todo, es poeta. Un poeta que ejerció
relativamente poco, porque tuvo que interpretar su(s) personaje(s) durante toda
su vida y no sólo en horario de oficina, y ello provocó que escribiera poesía
sólo en los escasos tiempos muertos que arañaba. Pero no cabe duda: su ser y su estar estuvieron siempre inundados por su condición de poeta. Y lo
asegura alguien que, barraliano convencido y que se honra de tener su “Poesía
completa” (Lumen, 2003) en lugar preferente de su estantería, reconoce que sus
libros de poesía en sentido más estricto son precisamente los que menos le han
llegado (“Metropolitano”, “Diecinueve figuras de mi historia civil”, “Usuras” o
“Lecciones de cosas. Veinte poemas para el nieto Malcolm”, entre otros trabajos
menores). Y espero no seguir hablando de mí mismo en tercera persona, pues ni
Papa ni Rey soy, al menos de iure.
Cierro paréntesis.
Pero ello no empequeñece
la idea que me inspira en este trabajo: Carlos Barral fue ante todo un poeta
(ya lo reivindicaba así su viuda, véase nota 4 de este trabajo). Un excelente
poeta, además. Francisco Umbral, en su “Diccionario de Literatura”, no está tan
de acuerdo y escribe de él que era un “poeta malo que lo sabía y bebía para
olvidarlo”. Ya sabemos cómo era Umbral (¿“Pacumbral”?), a quien, por otra parte,
admiro tanto (entre otras cosas, porque escribía e insultaba como pocos).
Yo admiro a
Barral como ese poeta que se dedicó fundamentalmente a tantas otras actividades,
pero sin cuya condición poética no se explican ni ese atractivo desplegado en las
más diversas facetas de su personalidad ni el desempeño tan personal de las
mismas. Carlos era un poeta tan versátil que, incluso, fue capaz de escribir
poesía. Ya lo dijo alguien antes (casi todo lo ha dicho alguien antes que yo…),
creo que fue Gloria Fuertes: “todo el mundo puede escribir versos y no ser
poeta; sólo el poeta puede no escribirlos y serlo” (sí, fue la genial Gloria la
que nos ilustró sobre este punto).
Barral, ese
poeta.
Barral, ese
poeta… que dedicó bastante de su tiempo a travestirse, por azar o por necesidad.
Repasemos.
Barral: ese poeta
que se disfrazó de editor. Barral podía
haber sido un editor al uso, como tantos otros. Un hijo de familia con posibles
(nen de casa bona) que hereda una
editorial en marcha y que, vestido de gris y con corbatas discretas, sigue la
inercia: ¿para qué cambiar cuando todo va bien, o casi? Un personaje gris y
alopécico que fabrica libros como otros fabrican ruedas o botijos o enlatan mejillones
en escabeche. Pero no: Barral se implicó en la aventura cultural y transformó
una editorial dedicada básicamente a libros escolares (y a otros menesteres
menos literarios) en la ventana por la que entró aire fresco en nuestro país,
literariamente hablando. El editor nos culturizó, que falta nos hacía en esa
triste España, y fue capaz de pilotar una editorial en la que era posible
encontrar, incluso, un carpintero en nómina (ya nos lo contó Benet). Francisco
Umbral, que tan reticente se muestra con Barral en su “Diccionario de
Literatura”, como hemos comprobado ya (y como volveremos a comprobar), llegó a
reconocer que fue “crucial para nuestra pobre literatura de entonces”. Pero culmina
su comentario metiendo el dedo en no sé qué ojo, pues estaba claro que iba a
por él: “Pero le devolvió a García Márquez el manuscrito de Cien años de soledad”. A saber…
Barral: ese
poeta que se disfrazó de memorialista.
Ya lo hemos dicho: fue un notario de su tiempo y de sus circunstancias (algo
caprichoso a ratos, como todos los notarios, bien es cierto). Sus tomos citados
son esenciales para entender tantas y tantas anécdotas y personajes del momento
(por ejemplo, a nuestro admirado Jaime Gil de Biedma, y a algunos otros).
Incapaz con las fechas, como Borges, qué más dará: plasma climas (Lluis
Racionero lo ha descrito perfectamente en sus premiadas memorias psicodélicas).
Autor de un libro de memorias en un país de libros de (des)memorias, trabajos “auto-laudatorios”
dirigidos a ajustar cuentas con el resto del mundo. No es el caso.
Francisco
Umbral, en su “Diccionario de Literatura”, volvió a cargar contra él y señaló
que era un “prosista infame, en sus Memorias, que, entre el catalán, el francés
y el castellano, no acierta un solo adjetivo”. Las cosas de Umbral...
Barral: ese
poeta que se disfrazó de marinero
cada vez que pudo. ¿Quién no se ha enamorado de Calafell gracias a Barral, y
gracias a aquellos pescadores que le “regalaban el quehacer de un hombre”,
según escribió por alguna parte? “El vizconde de Calafell”, le llamaba Bryce
Echenique, y tenía razón: era como un vizconde y era como de Calafell.
Mucho de esto
lo volcó en “Con el favor del viento: Cataluña desde el mar” (Alfaguara, 1999),
escrita originariamente en catalán y publicada con bellísimas ilustraciones de
X. Miserachs (“Per cal de fora. Catalunya des del mar”, Edicions 62, 1982
[7]). No
podía ser de otro modo,
perquè la llengua
catalana era la seva llengua originària per parlar de la mar.
Umbral (siempre
Umbral…), en su “Diccionario de Literatura” indica que “iba de marinero sin
yate y de bebedor sin oficio”. Él sabría por qué decía eso. Yo no.
Barral: ese
poeta que se disfrazó de opinador en
prensa escrita. Durante toda la vida fue un conversador brillante (eran
grandes seductores: la conversación era un arte para él o para Jaime Gil, algo
que reflejaron en su poesía, más Gil que él), pero también se decidió a opinar
por escrito, y con gran estilo. Lumen nos ha regalado su recopilación
“Observaciones a la mina de plomo” (2002), que agrupa trabajos heterogéneos en
los que Barral se ocupa de cuestiones históricas, sociológicas, de la memoria,
literarias o de la lengua, pues en varias lenguas se conducía:
castellanoparlante en casa, catalanoparlante en la calle y en la mar (“que es
el morir”), traductor de Rilke, Molière o Pasternak (con lo que eso implica
respecto del conocimiento del alemán, francés o ruso), apasionado de la
literatura francesa, italiana e inglesa,…
Barral: ese
poeta que en sus últimos años se disfrazó incluso de político: si en su juventud se disfrazó de monárquico (en tiempos
de falangistas), en su senectud fue senador socialista por Tarragona (durante
dos legislaturas, entre 1982 y 1988), porque a esas edades uno debe hacerse de
un partido de orden. Senador, palabra que suena como a la Antigua Roma, era un traje que
le sentaba fenomenal (otro…): el disfraz de ilustrado senador capaz de recitar
en latín (gracias a esas cosas que te enseñan los jesuitas y que quedan para
siempre, ya). Aunque en el día a día se encontrara con una institución desbravada
en la que personas grises se dedicaban a releer papeles que llegaban del
Congreso y que se ocupaban de ordinarieces tales como carreteras comarcales,
etiquetas de las botellas de lejía, tarifas de la luz o comercio ambulante,
entre otras. De un tiempo a esta parte nada es lo que era: el Senado, tampoco.
La vida no está a la altura de nuestras expectativas.
Barral: ese
poeta que se disfrazó de
sí mismo
durante toda su vida y logró crear un estilo propio y un auténtico personaje (ya
nos lo aclaraba Oliart en la cita que preside este trabajo, y lo ha destacado
Caballero Bonald en tantas ocasiones): pelo largo en tiempos de cabellos bien
recortados (como de funcionario de Obras Públicas), barba casi faunesca desde
tiempos de fanáticos rasurados, noches de alcohol y alguna rosa cuando había
que dormir como las personas decentes, estética de cuasi-guerrillero cubano en
tiempos en que Cuba era todavía un sueño que anhelar y no una pesadilla que
roncar, tiempos de franquismo más o menos complaciente con algunas cuestiones,
porque a lo mejor no podía hacer otra cosa (entre ellas, tolerante con esa
gauche divine que creaba y se
emborrachaba en
Bocaccio, con una c, aquel
invento del gran Oriol Regàs). Barral, capaz de eyaculaciones nocturnas
mientras soñaba con hermosas casullas bordadas de oro y seda (Oliart
dixit[8]). Barral…
Único, Barral.
Barral: ese
poeta que bebía whisky, cuando en esta triste tierra lo que se llevaba era el anís
dulce, el tintorro y el cognac de garrafa. Ese esteta adicto a embozarse en
capa española cuando iba de los Pirineos hacia arriba, quizás porque por ahí
arriba hace mucho viento. Barral, el “amante de la estatua” al que Jaime Gil
dedicara “Conversaciones poéticas”, con anécdota subida de tono incluida (¿por
cierto, quién marca el nivel del tono en la vida?). Todo un personaje, sin
duda.
Umbral,
supongo que encelado con tanto poder de seducción desplegado, en su
“Diccionario de Literatura” indica que “era tan guapo que hasta iba de guapo,
lo cual resultaba entre conmovedor y Muerte
en Venecia, a sus años, sus últimos años” (por otro sitio recordaría “su belleza
de novio que enamora a mis novias”, y eso es más difícil de digerir). Por eso
le pone la puntilla: “un Visconti malo”. Visconti, otra gran pasión personal,
pero… no es exacto el Maestro Umbral. Le duele la herida y lo hace notar a cada
paso (“Que no me sacas en tu columna, oyes”, le reprochaba alguna vez Barral).
Barral: ese
poeta del que no necesito sus herméticos libros de poesía para admirarle como poeta. Ni “Metropolitano”, pese a su
inevitable influencia sartreana (no
sólo en lo filosófico, sino en lo terminológico: Les Temps Modernes era la
Biblia en aquella “casa oscura”), ni “Diecinueve figuras de
mi historia civil”, pese a los ecos brechtianos, ni todo lo que vino luego. Pese
a conocer cómo escogía cuidadosamente sus palabras, y el proceso de nacimiento
de cada poema, un auténtico y artesano parto (era un gran profesional de la
poesía), reconozco que su creación poética es la parte de su obra que menos me
interesa. Pero qué más dará para admirarle como el riguroso poeta que fue.
En
la Literatura en España hay
un antes y un después de Carlos Barral, y no se puede entender NADA de lo que
hizo sin valorar que estamos ante un poeta. Un poeta al que la vida (y él
mismo) colocó otros disfraces, pero que cada noche, cuando se calzaba el pijama
y se miraba al espejo, veía a un poeta (más o menos desmejorado por el alcohol,
según la hora y el día de la semana). Le admiro, aunque de él se ha dicho que
era egocéntrico (¿qué creador no lo es, en mayor o menor medida?) y un señorito
progresista, como muchos de
aquellos con
los que iba (
nens de casa bona, casi
todos)
[9] y a
los que tan descarnadamente retrató el entonces escritor-obrero Juan Marsé,
cuando dedicábamos nuestras últimas tardes a Teresa (“con el tiempo, unos
quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o
como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que
eran: señoritos de mierda”). No cabe duda de que eran
nens de casa bona, casi todos ellos (alguna pareja de Jaime Gil de
Biedma se lo recordó a las bravas alguna vez), pero nunca lo ocultaron: para
que su obra y su lucha sonasen verdaderas no jugaban a travestirse de obreros
para criticar al Centinela de Occidente, como tantos (el genio Gil de Biedma,
nacido “en la edad de la pérgola y del tenis”, hizo esto como nadie), e
introdujeron en el imaginario político la variante de que se podía ser frívolo
y concienciado a la vez. Y, las cosas como son: puestos a escoger, me quedo con
unos señoritos catalanes que traducen a Rilke, Molière o Pasternak, devoran
Les Temps Modernes, leen a Eliot
and company en inglés, saben que existe
un tal Einaudi, un tal Gallimard y un tal Feltrinelli, beben whisky e
introducen aire fresco en la literatura y en la vida (¿acaso no son lo mismo?)
antes que con esos señoritos a caballo, engominados y aficionados a los toros,
las procesiones y la cacería en la finca que abundaban en Andalucía, por
ejemplo. Para todo hay grados, oiga.
Al poeta
Carlos Barral, cuya poesía es la única parte de su obra que no me llegó a calar
del todo, le admiraré incondicionalmente por su sugerente Obra, por los
servicios prestados a la
Creación y a la
Literatura y por ser fiel en todo momento a su vocación de
poeta. Y por eso le reivindico aquí y ahora.
[1]
OLIART, A.: “Contra el olvido”, Tusquets Editores, 1998, p. 313.
[2] Sobre
su poesía, muy especialmente su trabajo “La obra poética de Carlos Barral”,
Península, Barcelona, 1990, su “Introducción” a “Poesía” de Carlos Barral,
Cátedra, Madrid, 1991 o su “Prólogo” a la “Poesía Completa” publicada por
Lumen, Barcelona, 2003 (vid. las bibliografías allí citadas). Con un punto de
vista más amplio, vid. especialmente “La Escuela de Barcelona: Barral, Gil de Biedma,
Goytisolo, el núcleo poético de la generación de los 50”, Anagrama, Barcelona, 1988
(XVI Premio Anagrama de Ensayo).
[3]
También, sobre la poesía de Barral, es muy útil JOVÉ LAMENCA, J.: “Carlos
Barral en su poesía: 1952-1979”,
Pagés editors, Lleida, 1991, así como otros trabajos de menor extensión de este
autor; SÁNCHEZ SANTIAGO-DIEGO: “Dos poetas de la generación de los 50: Carlos
Barral y José Ángel Valente”, A. Ubago, Granada, 1990 y SAVAL, J. V.: “Carlos
Barral, entre el esteticismo y la
reivindicación”, Espiral Hispano Americana, Editorial Fundamentos, 2002. En
general resultan igualmente útiles el número 110-111 de la Revista de Occidente (1990), monográfico
dedicado a Carlos Barral y a Jaime Gil de Biedma, el número 523-524 de Ínsula (1990), dedicado a la Escuela de Barcelona y el
número 13 de Campo de Agramante
(2010), homenaje a Carlos Barral. No incluyo la bibliografía sobre la gauche divine en general, por exceder,
con mucho, de este trabajo, pero sobre ella me resultó especialmente sugerente
el sistemático trabajo de VILLAMANDOS, A.: “El discreto encanto de la
subversión. Una crítica cultural de la gauche
divine”, Editorial Laetoli, 2011, con completo aparato bibliográfico sobre
el grupo. Por otra parte, la sugerente figura de Carlos Barral ha sido tratada
recientemente tanto por AYÉN, X.: “Aquellos años del boom. García Márquez,
Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo”, RBA, 2014 como por
MORÁN, G.: “El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los
Letrados)”, Akal, 2014 (éste en un estilo más “umbraliano”, más incisivo hacia
Carlos).
[4] Algo
que, por otra parte, ya hizo su viuda de modo evidente en su carta inserta como
introducción al debate con Carlos Barral en la Universidad de Provence publicado en el número 110-111 de la Revista de Occidente (1990), pp. 148-149. Hay
partes de esa carta que me parecen de especial interés en este momento, por ser
precedente claro de mi enfoque: “… la obra de Carlos, a quien solamente se
conoce como memorialista y editor. Sin un Carlos Barral poeta no habría un
Carlos Barral memorialista: todo sale de su poesía, incluso los títulos de sus
libros de memorias (…). Quisiera reivindicar a Barral poeta, ese poeta que
conocí hace muchísimos años y a quien entre todos obligamos a ser editor”.
[5] ¿Qué sucedió realmente con el manuscrito de “Cien años de soledad”? Barral lo ha intentado explicar por activa y por pasiva, ante tanto ruido, por aquí y por allá (BARRAL, C.: “Los españoles y el boom”, Caracas, Tiempo Nuevo, p. 20 y, sobre todo, en “Cuando las horas veloces”, último tomo de memorias). Un ejemplo de tratamiento periodístico del tema, respondiendo a varias coces literarias, en el siguiente artículo en “El País”: http://elpais.com/diario/1979/08/07/opinion/302824810_850215.html.
[6] VILLAMANDOS
nos ha destacado, por otra parte, cómo este fenómeno de las memorias es
compartido por otros miembros de la gauche
divine (vid., especialmente, VILLAMANDOS, A.: “El discreto encanto de la
subversión…”, cit., pp. 209-225).
[7]
Bellísimo libro, con extraordinarias ilustraciones. Una edición más de andar
por casa, más manejable (de butxaca,
claro), sin las fotografías, en la colección “Llibres a mà”, de Edicions
62-Destino, publicada en 1985. Es interesante poseer ambas: la ilustrada para
gozar y la de bolsillo para viajar. Por cierto, con idéntico formato ilustrado
estos autores publicaron algo después “Catalunya a vol d’ocell”, también en
Edicions 62, 1985. Otro bellísimo trabajo con texto de Barral y fotografías de
Miserachs, sugerente figurita también en el pesebre de la gauche divine.
[8]
OLIART, A.: “Contra el olvido”, cit., p. 236.
[9]
Tampoco todos: basta con recordar a algunos sugerentes adláteres como Juan
Marsé, Manuel Vázquez Montalbán, Maruja Torres o, de alguna forma, Terenci y
Ana María Moix.