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ROMA, CIUDAD CERRADA
Antonio J. Quesada
“Yo estaba en Roma en los tiempos
del coronavirus. Y fui repatriado en barco”. Frase lapidaria.
Esta incontrovertible frase, con
la que inicio este artículo, la he utilizado para vertebrar dos relatos diferentes
que escribo en estos momentos. Relatos inspirados por la enésima experiencia en
mi adorada Roma, aunque en unas condiciones muy poco deseables, esta vez:
intentando trabajar y gozar, como siempre allí, pero aspirando el aliento viciado
de la pandemia postmoderna. Uno de los relatos está vertebrado en torno a la
narración literaturizada de mi frustrada estancia como investigador de fortuna (de
escasa fortuna, este año; de gran fortuna, en otros) en Roma, y el otro relato se
inspira en el novelesco proceso de repatriación que viví en primerísima
persona. Ambos textos creativos (no actas notariales de la realidad) están
traspasados por ese hilo conductor común de estar conectados con Roma en estos
tiempos tan tristes del coronavirus.
Me convenció Jorge Semprún, hace
años, de que para contar las verdades más profundas de la vida era preciso
mentir. Para describir algo real prefiero literaturizar aquello, no aspirar a
ser un Notario de la realidad (generalmente no me interesa ni la realidad ni su
descripción notarial: me aburren demasiado e intento huir a toda velocidad).
Pero en este artículo que inicio
intentaré no despegar de la realidad, e luchar por transmitir el insoportable
proceso que me tocó vivir en mi adorada Roma este año, desde que comencé la
estancia de trabajo de investigación hasta que no me quedó más remedio que
volver a casa. A seguir luchando contra el virus, pero en casa. Y cómo cambió
la ciudad, ante mis ojos.
La Roma inmediatamente anterior
al confinamiento era una Roma casi normal, aunque con la intranquilidad que
llegaba de la Lombardía, el corazón de las tinieblas. Acudía a mi trabajo cada
mañana, frecuentaba diversas bibliotecas, gozaba por aquí y por allá como
solamente sé hacer en Roma, compraba libros de Pasolini, Sciascia y Moravia,
etc. Pero, pese a todo, las personas nos mirábamos casi como si
protagonizáramos “La carretera”, aquella película dirigida por Hillcoat en 2009
y basada en la mítica novela de McCarthy. No tengo más remedio que ser un
“lletraferit”: quiso el Destino que cuatro días antes de aterrizar en Roma
impartiera una conferencia sobre la misma, desconociendo que poco después iba a
protagonizarla en mi adorada Roma. ¡Ay!
Se multiplicaban las mascarillas,
los alcoholes desinfectantes (el mío era español, como yo), los guantes de
látex y todo eso que nos recordaba que la vida en colectividad tomaba mal
camino (de hecho, tres días después de llegar yo se cerraron las Universidades,
primera manifestación de la desaparición de las luciérnagas). Pero todavía,
cumpliendo cada vez más medidas de seguridad, se podía uno tomar un helado en
la Piazza della Rotonda, degustar una pizza en el Trastevere, comer unos
canelones cerca del Foro o gozar con la pasta al lado de Fontana di Trevi. Doy
fe de todo ello. Se podía mirar libros en las librerías, ver camisetas de
equipos de fútbol que todavía jugaban en los estadios, visitar basílicas,
recrearse en las plazas, callejear como tanto me agrada en Roma, imitar a
Sorrentino en el Piazzale Garibaldi y aledaños, etc. Doy fe de que, con algo de
miedo en el cuerpo, todavía lo hacíamos.
Y en eso llegó el confinamiento.
Se cerraron los comercios, se clausuraron las bibliotecas, y… la calle se
convirtió en algo excepcional. Ya nunca sería la regla, algo que en Roma es
especialmente grave. Roma, ciudad cerrada. Como queriendo enmendar la plana a
Rossellini.
Y entonces tuve que dar de lado a
Roma (a mi Roma, ese puzle compuesto por mi particular Roma, la de Fellini, la
de Pasolini, la de Moravia, la de Sorrentino, la de…) enclaustrarme en mi
residencia, trabajar exclusivamente con mis papeles y mi ordenador (el mismo
con el que ahora escribo este texto), salir solamente para comprar algo en el
supermercado y esperar tiempos mejores.
Nunca me ha dolido la soledad: es
más, sistemáticamente, la busco. Pero me gusta llevar las riendas de mi vida y,
por tanto, también, de mis soledades: no meto la nariz en la vida de nadie (que
cada cual se apañe-organice-alivie como pueda y le dejen), pero exijo que nadie
meta su nariz en la mía. Y, esto que ahora vivía, dolía: saber que tenía a
media hora de tranvía Largo Argentina, Piazza Venezia, el ghetto, Piazza
Navona, Fontana di Trevi, la Isola Tiberina, etc., y que debía estar
enclaustrado, no era fácil.
Las imágenes de Roma vacía
quebraban el alma. Luego, casi todas las ciudades del mundo se fueron vaciando,
pero… me consta que Roma estaba más desnuda que ninguna otra ciudad. No
solamente a mí me dolía: recibía mensajes de amigos alarmadísimos por lo que
veían en televisión (yo lo percibía de modo casi furtivo, pues estaba allí). Me
duele Roma, sí. Roma es madre y puta, nos lo enseñaron tantos grandes creadores
que un “lletraferit” como yo no puede obviarlo. Pero no es esta desnudez
militarizada la que nos enamora de Roma.
Llegado un momento, salí de Roma
y mi última visión de ella fue la de la desnudez militarizada. Roma, ciudad
cerrada.
Pero esto no quedará así. Esto no
puede quedar así. Superaremos todo esto, con dolor, aprenderemos algo (de los
dolores y de los fracasos siempre se aprende) y… no tengo duda de que volveré a
Roma. Volveré, sí.
Volveré a frecuentar heterogéneas
bibliotecas para consultar preteridos libros jurídicos. Volveré a perderme por
la Via Merulana y por tantos otros lugares como solamente yo sé hacer (en
soledad, además, entre el bullicio romano). Volveré a seguir trabajando cada
mañana en Via Panisperna o, en su defecto, en la Universidad (fermata di Policlinico, inundado por la inevitable algarabía
estudiantil). Volveré a cantar “Fratelli d’Italia” en inmejorable compañía y
sin distancias de seguridad. Volveré a disfrutar de atractivos libros
creativos, mientras llegan los libros jurídicos que encargo, en la Biblioteca
nazionale centrale, allá junto a Castro Pretorio. Volveré a visitar a mi
ilustre homónimo, Gramsci, en el Testaccio, emulando al Maestro Pasolini (ahora
tienen allí también a Camilleri). Volveré a presentar mis respetos a Moravia y
Mastroianni, en el Verano. Volveré a diventare romano, como siempre. Volveré.
Porque no puedo hacer otra cosa: sin Roma no soy. Aunque sea por rememorar mis
textos poéticos y narrativos que escribí sobre Roma, tan queridos y
heterogéneos, volveré.
Frase lapidaria. “Yo estaba en
Roma en los tiempos del coronavirus. Y fui repatriado en barco”.