lunes, 13 de abril de 2020

ROMA, CIUDAD CERRADA


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ROMA, CIUDAD CERRADA

Antonio J. Quesada

“Yo estaba en Roma en los tiempos del coronavirus. Y fui repatriado en barco”. Frase lapidaria.
Esta incontrovertible frase, con la que inicio este artículo, la he utilizado para vertebrar dos relatos diferentes que escribo en estos momentos. Relatos inspirados por la enésima experiencia en mi adorada Roma, aunque en unas condiciones muy poco deseables, esta vez: intentando trabajar y gozar, como siempre allí, pero aspirando el aliento viciado de la pandemia postmoderna. Uno de los relatos está vertebrado en torno a la narración literaturizada de mi frustrada estancia como investigador de fortuna (de escasa fortuna, este año; de gran fortuna, en otros) en Roma, y el otro relato se inspira en el novelesco proceso de repatriación que viví en primerísima persona. Ambos textos creativos (no actas notariales de la realidad) están traspasados por ese hilo conductor común de estar conectados con Roma en estos tiempos tan tristes del coronavirus.
Me convenció Jorge Semprún, hace años, de que para contar las verdades más profundas de la vida era preciso mentir. Para describir algo real prefiero literaturizar aquello, no aspirar a ser un Notario de la realidad (generalmente no me interesa ni la realidad ni su descripción notarial: me aburren demasiado e intento huir a toda velocidad).
Pero en este artículo que inicio intentaré no despegar de la realidad, e luchar por transmitir el insoportable proceso que me tocó vivir en mi adorada Roma este año, desde que comencé la estancia de trabajo de investigación hasta que no me quedó más remedio que volver a casa. A seguir luchando contra el virus, pero en casa. Y cómo cambió la ciudad, ante mis ojos.
La Roma inmediatamente anterior al confinamiento era una Roma casi normal, aunque con la intranquilidad que llegaba de la Lombardía, el corazón de las tinieblas. Acudía a mi trabajo cada mañana, frecuentaba diversas bibliotecas, gozaba por aquí y por allá como solamente sé hacer en Roma, compraba libros de Pasolini, Sciascia y Moravia, etc. Pero, pese a todo, las personas nos mirábamos casi como si protagonizáramos “La carretera”, aquella película dirigida por Hillcoat en 2009 y basada en la mítica novela de McCarthy. No tengo más remedio que ser un “lletraferit”: quiso el Destino que cuatro días antes de aterrizar en Roma impartiera una conferencia sobre la misma, desconociendo que poco después iba a protagonizarla en mi adorada Roma. ¡Ay! 
Se multiplicaban las mascarillas, los alcoholes desinfectantes (el mío era español, como yo), los guantes de látex y todo eso que nos recordaba que la vida en colectividad tomaba mal camino (de hecho, tres días después de llegar yo se cerraron las Universidades, primera manifestación de la desaparición de las luciérnagas). Pero todavía, cumpliendo cada vez más medidas de seguridad, se podía uno tomar un helado en la Piazza della Rotonda, degustar una pizza en el Trastevere, comer unos canelones cerca del Foro o gozar con la pasta al lado de Fontana di Trevi. Doy fe de todo ello. Se podía mirar libros en las librerías, ver camisetas de equipos de fútbol que todavía jugaban en los estadios, visitar basílicas, recrearse en las plazas, callejear como tanto me agrada en Roma, imitar a Sorrentino en el Piazzale Garibaldi y aledaños, etc. Doy fe de que, con algo de miedo en el cuerpo, todavía lo hacíamos.
Y en eso llegó el confinamiento. Se cerraron los comercios, se clausuraron las bibliotecas, y… la calle se convirtió en algo excepcional. Ya nunca sería la regla, algo que en Roma es especialmente grave. Roma, ciudad cerrada. Como queriendo enmendar la plana a Rossellini.
Y entonces tuve que dar de lado a Roma (a mi Roma, ese puzle compuesto por mi particular Roma, la de Fellini, la de Pasolini, la de Moravia, la de Sorrentino, la de…) enclaustrarme en mi residencia, trabajar exclusivamente con mis papeles y mi ordenador (el mismo con el que ahora escribo este texto), salir solamente para comprar algo en el supermercado y esperar tiempos mejores.
Nunca me ha dolido la soledad: es más, sistemáticamente, la busco. Pero me gusta llevar las riendas de mi vida y, por tanto, también, de mis soledades: no meto la nariz en la vida de nadie (que cada cual se apañe-organice-alivie como pueda y le dejen), pero exijo que nadie meta su nariz en la mía. Y, esto que ahora vivía, dolía: saber que tenía a media hora de tranvía Largo Argentina, Piazza Venezia, el ghetto, Piazza Navona, Fontana di Trevi, la Isola Tiberina, etc., y que debía estar enclaustrado, no era fácil.
Las imágenes de Roma vacía quebraban el alma. Luego, casi todas las ciudades del mundo se fueron vaciando, pero… me consta que Roma estaba más desnuda que ninguna otra ciudad. No solamente a mí me dolía: recibía mensajes de amigos alarmadísimos por lo que veían en televisión (yo lo percibía de modo casi furtivo, pues estaba allí). Me duele Roma, sí. Roma es madre y puta, nos lo enseñaron tantos grandes creadores que un “lletraferit” como yo no puede obviarlo. Pero no es esta desnudez militarizada la que nos enamora de Roma.
Llegado un momento, salí de Roma y mi última visión de ella fue la de la desnudez militarizada. Roma, ciudad cerrada.
Pero esto no quedará así. Esto no puede quedar así. Superaremos todo esto, con dolor, aprenderemos algo (de los dolores y de los fracasos siempre se aprende) y… no tengo duda de que volveré a Roma. Volveré, sí.
Volveré a frecuentar heterogéneas bibliotecas para consultar preteridos libros jurídicos. Volveré a perderme por la Via Merulana y por tantos otros lugares como solamente yo sé hacer (en soledad, además, entre el bullicio romano). Volveré a seguir trabajando cada mañana en Via Panisperna o, en su defecto, en la Universidad (fermata di Policlinico, inundado por la inevitable algarabía estudiantil). Volveré a cantar “Fratelli d’Italia” en inmejorable compañía y sin distancias de seguridad. Volveré a disfrutar de atractivos libros creativos, mientras llegan los libros jurídicos que encargo, en la Biblioteca nazionale centrale, allá junto a Castro Pretorio. Volveré a visitar a mi ilustre homónimo, Gramsci, en el Testaccio, emulando al Maestro Pasolini (ahora tienen allí también a Camilleri). Volveré a presentar mis respetos a Moravia y Mastroianni, en el Verano.  Volveré a diventare romano, como siempre. Volveré. Porque no puedo hacer otra cosa: sin Roma no soy. Aunque sea por rememorar mis textos poéticos y narrativos que escribí sobre Roma, tan queridos y heterogéneos, volveré.
Frase lapidaria. “Yo estaba en Roma en los tiempos del coronavirus. Y fui repatriado en barco”.

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