"Manual de Uso Cultural" (número 35, octubre/noviembre 2017) publica un trabajito que escribí sobre "Lolita", de Vladimir Nabokov. Un placer que agradezco. Es el que sigue.
VLADIMIR: NO ME LLAMES LOLITA,
LLÁMAME LOLA
Antonio J. Quesada
Siento una especial
complicidad natural hacia Vladimir Nabokov. Quizás porque le percibo como una
especie de hombre-metáfora, por su ser y su estar, y eso me alía con él de modo
innato. Alguien trilingüe desde que nació (inglés-ruso-francés) que huye de
Rusia por miedo a unos, de Europa por miedo a otros y, tras diversas andanzas
en Alemania, Francia e Inglaterra, acaba en Norteamérica para morir en Suiza (sitio
civilizado donde los haya, para vivir y para morir) tiene, de entrada, mi simpatía.
Siento simpatía por ese viajero-metáfora que huye: si Manuel Vázquez Montalbán
nos enseñó que los bilingües eran mejores, pues tenían dos posibilidades de
silencio, Vladimir iba más lejos y tenía tres.
Sin entrar en su faceta
de entomólogo (más relevante de lo que pudiera pensarse), de Vladimir atrae su
potencia creativa y esa posibilidad de escribir en varias lenguas, de traducir
e, incluso, de traducirse: no sé si en las Facultades de Traducción estudian
aquello de que traducir era algo así como un lento viaje nocturno de un pueblo
a otro portando solamente una vela para iluminarse, pero deberían hacerlo.
No nos dispersemos, y centrémonos
en “Lolita”, ese mítico texto con el que muchos nos iniciamos en el interés por
Nabokov y, con el tiempo, seguiríamos profundizando en su gran obra con pasión
(además de releer “Lolita” periódicamente, disfrutar con la magnífica película
de Kubrick y ser consciente de que años después se haría una segunda versión
bastante menos interesante, pese a Jeremy Irons). Publicada en 1951, a pesar de
la innegable inspiración europea (magma parisino y lectura del texto homónimo
de Heinz von Lichberg), no se puede negar el tono fieramente norteamericano del
libro (viajes en carretera, moteles de medio pelo, westerns, músicas…). Resulta
curioso cómo un ruso viajado como Vladimir dedicaba su tiempo a perseguir
mariposas, americanizarse y, a la vez, escribir textos inolvidables como
“Lolita”. Admirable: que venga un ruso a hacer un libro tan furiosamente norteamericano,
con permiso de Kerouac, Mailer, Capote y tantos otros.
Vera salvó a “Lolita” de
las llamas reales, aunque en llamas metafóricas viviría siempre debido a la
temática, y es que eso de las niñas presuntamente perversas puede traernos
consecuencias de todo tipo (no estamos ante Beatrice, que tenía entidad propia,
sino ante la proyección mental perversa de un señor maduro, y a esto le pueden
poner nombre en el Código penal y con razón). George Weidenfeld, otro personaje
mestizo (es maravilloso, esto del mestizaje) se atrevió a publicarla y… ahí
seguimos: disfrutando y escandalizándonos. Escritores, filósofos y todo tipo de
pensadores han realizado sesudos análisis del libro, incidiendo en cómo nos
enfrentamos a nuestros deseos más secretos, a nuestras obsesiones más inconfesables
y cómo resulta complejo salir indemne de este tipo de batallas. “Un
divertidísimo libro de anagramas” apuntó Auden, y al coro de admiradores
podemos añadir a Graham Greene, Muñoz Molina, Vargas Llosa, etc. Hoy día es imposible
no disfrutar del libro pero, a la vez, plantearnos: ¿es delito disfrutar de
este inmortal texto sobre tema tan escabroso?
Y en eso, claro,
llegamos a un debate claramente jurídico, en el que no entraré: los límites del
derecho a la creación. ¿Existen límites para un creador, o el creador es Dios
todopoderoso? ¿Dónde están esos límites, quién los fija? Si se traspasan
presuntos límites en la obra creativa, ¿qué hacemos? ¿Le ponemos un calzoncillo
al “David” de Miguel Ángel, por ejemplo? ¿Pintamos unas braguitas a la Venus
del Espejo, para que nadie nos llame machistas? ¿Depilamos a la protagonista
del mítico origen del mundo de Courbet y la tapamos bien tapada? ¿Colocamos un
wonderbra a la Venus de Milo? ¿Juzgamos de nuevo a Pasolini, por lo que sea, da
igual, pues siempre rondaba el escándalo, por tierra, mar y aire? ¿Qué hacer?
¿Quién hace?
Seguramente hoy Lolita,
que era bastante inteligente, recomendaría a su creador, para evitar más
problemas: “Vladimir, no me llames Lolita
llámame Lola”.
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