No tengo ya el don de la juventud, según aseguran los sabios de las
edades ("no volveré a ser joven", escribió mi idolatrado JGB; mítico
poema), pero tampoco soy tan mayor como para estar en el "Parque
Jurídico", como apuntara Carmen Sevilla alguna vez. Bueno, a lo mejor sí
que lo estoy, pero más por jurídico que por diablo. Adoro los dislates
verbales, me suelen inspirar ternura y nadie está libre de pecado
(mirémonos con cariño, por tanto, no nos pasemos
de listo). Por eso, me encanta Mariló Montero, que entre sus teorías
sobre el alma, las propiedades del limón, lo sobrenatural, etc., es tan
tierna que parece un personaje de la desternillante ("destornillante",
decía uno que conocí) novela por entregas del gran José María Prieto
salido al mundo real como una rosa púrpura del Cairo ibérica (¡anda,
pero si en verdad es un personaje de las fantásticas entregas de José
María!).
Viene esto a cuento de que, con mi sentido del humor a prueba de bombas (lo más serio que hay en la vida: el humor), me encantan estos resbalones creativos. Pero cuando el dislate viene de alguien ensoberbecido por su posición (una pose muy "droite divine", en ocasiones), sobre todo si es un mandarincillo cultural de algo, la cosa toma un color especial, como aseguran de Sevilla, que sigue teniendo su duende y me sigue oliendo a azahar. Con esos ojitos que Dios me dio vi a un dirigente cultural posar para la prensa apoyado en una escultura de una exposición que inaguraba (¿se apoyaría usted en la Pietà de San Pietro? No, porque hay un cristal y diez filas de japoneses haciendo fotos, claro). Y me contaba un amigo que, en cierto acto cultural, charlando con varios jefecillos culturales con galones (seguramente algún cultureta presentaba un libro de poemas inspirado en el cine, una exposición ininteligible pero llena de gente con gafas de pasta, camisas de cuadros y barba o alguna performance a la orilla del mar con trajes blancos y cocktail en la mano), salió el nombre de Jean Cocteau y su obra. La respuesta de uno de los representantes culturales fue inigualable (¡aprende, Mariló Montero!): "anda, no sabía yo que el submarinista también escribía".
Me hubiese encantado estar: a lo mejor hubiese apuntado algo así como "incluso hizo cine, no sé qué de un testamento de Morfeo". Y hoy, a lo mejor, tendría un alto cargo relacionado con la cultura en alguna parte y no tendría que estar en tutorías seis horas a la semana.
Así se escribe la "istoria".
Viene esto a cuento de que, con mi sentido del humor a prueba de bombas (lo más serio que hay en la vida: el humor), me encantan estos resbalones creativos. Pero cuando el dislate viene de alguien ensoberbecido por su posición (una pose muy "droite divine", en ocasiones), sobre todo si es un mandarincillo cultural de algo, la cosa toma un color especial, como aseguran de Sevilla, que sigue teniendo su duende y me sigue oliendo a azahar. Con esos ojitos que Dios me dio vi a un dirigente cultural posar para la prensa apoyado en una escultura de una exposición que inaguraba (¿se apoyaría usted en la Pietà de San Pietro? No, porque hay un cristal y diez filas de japoneses haciendo fotos, claro). Y me contaba un amigo que, en cierto acto cultural, charlando con varios jefecillos culturales con galones (seguramente algún cultureta presentaba un libro de poemas inspirado en el cine, una exposición ininteligible pero llena de gente con gafas de pasta, camisas de cuadros y barba o alguna performance a la orilla del mar con trajes blancos y cocktail en la mano), salió el nombre de Jean Cocteau y su obra. La respuesta de uno de los representantes culturales fue inigualable (¡aprende, Mariló Montero!): "anda, no sabía yo que el submarinista también escribía".
Me hubiese encantado estar: a lo mejor hubiese apuntado algo así como "incluso hizo cine, no sé qué de un testamento de Morfeo". Y hoy, a lo mejor, tendría un alto cargo relacionado con la cultura en alguna parte y no tendría que estar en tutorías seis horas a la semana.
Así se escribe la "istoria".
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