Blas de Otero iba al baño
Antonio J. Quesada
Hace unos
meses conmemoramos el centenario del nacimiento de Blas de Otero, un poeta
imprescindible durante muchos años que, después, ha pasado por una especie de
travesía del desierto poética que no sé si ha terminado completamente (aunque
nadie dude de su estatura y le sigamos leyendo: Galaxia Gutenberg recopiló su
Obra Completa en 2013, por ejemplo). En cualquier caso, Blas de Otero resulta
un referente imprescindible. Aseguraba Valente que Otero era en sí mismo una
clasificación, al margen de clasificaciones y épocas.
Cuando
hablamos de Blas de Otero siempre se incide, obviamente, en su trayectoria
creativa, tan sugerente (es de lo que hay que hablar), y en cómo de una poesía
en la que solamente existían el yo y el tú (Dios), pasará a unos textos más
abiertos, en los que descubre a sus semejantes, los hombres. De la religiosidad
al existencialismo para llegar a lo social. Y descubrir que para entender el
mundo no hay que mirar al cielo, de rodillas, y buscar no se sabe qué metáfora
por aquellas alturas, sino a las personas que tenemos al lado: mirar a los ojos
y tomar de las manos. Y recordamos libros que forman parte de nuestra educación
sentimental, como Ángel fieramente humano,
Redoble de conciencia (Premio
Boscán), Ancia (que recoge los dos
anteriores e incluye más versos), Pido la
paz y la palabra… Sí: todo eso (y mucho más) es Blas de Otero. Dámaso
Alonso apuntaba cierta brusquedad y aspereza en su poesía, pero era algo que no
le disgustaba, frente a tantos “versos barbilampiños y, a veces, una chispita
bardajillos”. La vida es áspera, ¿por qué no iba a serlo una poesía tan
fieramente humana?
Pero yo quiero
acercarme, en este breve trabajo, al hombre. Al poeta Blas de Otero, a esa
persona que, como todo creador, tuvo que hacer frente a los acosos de la vida
para poder ir haciendo, poquito a poco, su obra creativa. Contra viento y
marea. En “Sherlock Holmes”, mítico poema de su último libro, “Los conjurados”,
escribe el Genio Borges los siguientes versos: “Vive de un modo cómodo: en
tercera persona. / No va jamás al baño…”. No podemos decir lo mismo de Blas de
Otero: la vida aprieta y no cabe la posibilidad de vivir en tercera persona.
No: Blas de Otero, por tanto, sí va al baño, lo vamos a comprobar. No le quedó
más remedio que ir al baño más de lo que hubiese querido.
Otero, que fue
niño vasco y rico con institutriz durante diez años, tuvo que hacer frente desde
el principio al dilema que debe afrontar casi todo creador y casi toda persona:
moverse entre la realidad y el deseo. La familia marchó a Madrid, a buscar
mejores aires profesionales, y la capital será otro mundo para Blas (incluso recibirá
lecciones de toreo en Las Ventas).
Los
fallecimientos de su hermano mayor y de su padre determinan todo: Blas, que
quería estudiar Letras, debe sustituir al hermano premuerto y optar por Derecho,
que es como más seguro para todo en la vida. La manutención frente a la
vocación, pues la vida aprieta. Toca volver a Bilbao, toca terminar los áridos
estudios de Derecho y toca hacer cara a la vida, aunque en los paréntesis que esta
concede pueda escribir versos, su vocación. Arañando horas a la vida, pues lo
de los versos no toca. Entonces llega la guerra, esa cicatriz criminal, y tras
la guerra, toca amoldarse no a la paz, sino a la Victoria franquista: tras la
guerra empieza a trabajar como abogado en una empresa metalúrgica vizcaína,
soportando la tensión que provoca esta tarea fieramente alimentaria. Está entre
el clavel y la espada, más agobiado por la espada que gozador del clavel.
Mas cuando uno
es un creador hace todo lo posible para que, pese a todo, pueda tener su
espacio el clavel: abandona el trabajo y huye a Madrid, a estudiar Filosofía y
Letras. Pero como la espada sigue pendiente, problemas familiares le hacen
volver a Bilbao, dejándolo todo, y… su equilibrio termina por resentirse: una
crisis depresiva le lleva a un sanatorio, a una reclusión en casa y a vivir
retirado para reponerse.
De esa
reclusión sale, solitario y con poemas, dispuesto a desarrollarse como creador.
Y empezará a sonar en el mundillo creativo, pero siempre teniendo que asumir la
manutención, esa cosa fea que hace que el creador deba estar pendiente de temas
de intendencia, es decir, desagradables. Visitando el baño, por tanto. Y soportará
un brutal cargo (sin descargo) de conciencia. En algún momento llegará a quemar
sus poemas y a volver al Derecho, a preparar oposiciones (eso tan gris y tan
estable que conlleva horario fijo, sexenios, quinquenios, trienios y
ordinarieces de ese estilo). La prosa jurídica, infinitamente más segura que la
literaria para tirar de una familia, porque el día a día no entiende de poesías.
En 1952 sale a
París y conocerá otras realidades. Eso enriquecerá su obra, claro, porque la
vida contamina, para bien, la obra: estética y ética se darán la mano. Recorre
España, buscando la voz de la gente sencilla, esa tradición oral que también nutrirá
su obra. Desde su vuelta de París se dedica a la poesía, aunque viva en Bilbao
con su madre y la hermana mayor, que ha tomado a su cargo la responsabilidad
del hogar materno (su contribución se limitará a los honorarios por
conferencias, lecturas poéticas y publicaciones de aquí y de allá).
Y más
andanzas: pide la paz y la palabra y se le escamotean ambas, no eran tiempos ni
de paz ni de palabras. Publicará alguna cosa en Francia y verá mundo. Vivirá en
Barcelona, participará en el Homenaje a Antonio Machado en Colliure en 1959,
viajará por países del otro lado del telón capitalista (Unión Soviética, China
o Cuba, donde vivirá cuatro años y donde sentirá el amor y el desamor, que a lo
mejor todo es uno) y volverá recurrentemente a París. Porque a París siempre se
vuelve, y el que lo probó lo sabe.
Retorna de
Cuba con la amenaza del cáncer, ya dentro, y contra todo pronóstico sobrevive
once años a esa muerte anunciada. Quizás gracias a la creación, a reencontrar
el amor (que suele regalar alegría y prórroga de salud) y a volver a sus
pasiones: la música, la lectura, el cine o pasear. Pocos actos oficiales,
viajes para acá y para allá, visitas a su familia en Bilbao, y asistencia a un
evento que no parecía entrar en el guión de la Historia de España: la muerte de
Franco.
La muerte, esa
malnacida a la que deseo la muerte, llega a Blas como por sorpresa, en 1979.
Había cumplido sesenta y tres años. “Siempre llega la muerte antes de tiempo”,
escribí en un poema razonablemente celebrado. Así es. Algunas veces llega
insultantemente pronto. Con gran descortesía.
Nos queda su
obra, pero a Blas de Otero, a tenor de todo lo que tuvo que vivir y sufrir, no
le quedó más remedio que ir al baño en la vida. Con más frecuencia de la
deseada.
(Colaboración en número 10 de la Revista "Sur": http://sur-revista-de-literatura.com/Paginas10/00AJQBdeO.pdf)
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