(Antonio J. Quesada)
Cuando uno ejerce como columnista
de prensa intenta parecer ilustrado y sin pelo de la dehesa: aparenta que sabe
lo que pasa en el mundo, cita la BBC, la CNN o algún periódico escrito de Nueva
York o Londres, da a entender que conoce los trabajos del último politólogo de
guardia en Berkeley o está “a la page”, que creo que dicen los franceses.
Utiliza escrupulosamente las palabras de su tribu y emite las señales que se
consideran correctas para seguir en su ronda de tertulias-columnas-opiniones-dogmas.
Viviendo de la opinión, generalmente de vuelo gallináceo y plagada de tópicos,
y defendiendo a su señorito, sea el que sea.
Intento que no sea mi caso: cumplidos
los cuarenta años ya soy plenamente responsable de mi (más)cara y me gano la
vida de otro modo, por lo que no debo recurrir a toda esa cacharrería para
comer al día siguiente o para que me toquen palmas por aquí y por allá y me
inviten a la Feria de Sevilla o a eventos oficiales. Nadie me va a quitar la
columna en el periódico, pues no la tengo, y a estas alturas no busco el
aplauso de nadie (estoy bregado en la indiferencia y el desprecio, no pasa nada
por estar solo: no es novedad).
Recientemente, mientras en el Parlament de Catalunya rompen y/o
fabrican patrias o no sé qué hacen exactamente, me fui de paseo con mi maestro
Juan de Mairena por Catalunya, a
inventariar los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa (en aquest cas, al carrer). Pasamos un
buen rato, porque soy un gran amante de Catalunya
i de la seva cultura. Y más todavía
de mi Maestro, el incomprendido Mairena.
Hacíamos repaso de sucesos de
actualidad en la zona, y ningún colectivo quedaba indemne. Por eso nos
reservábamos para nosotros los comentarios, pues tampoco queríamos tener más
líos de los que ya tenemos. Y, como ninguno de los gallos del corral salía bien
parado de nuestros comentarios, teníamos todas las papeletas para que nos
llovieran las tortas por todas partes.
Así, nos acordábamos de los
soberanistas, y coincidíamos en que el patriotismo demasiadas veces (tampoco
siempre) suele ser el último refugio de los canallas. Recordábamos cómo envolverse
en banderas, esos trapos de colores que todo lo tapan, suele ser una huida
hacia adelante para camuflar otros problemas (incluso corrupciones). Que si hay
algo sagrado no es la Patria o la Unidad de la Patria o la Independencia de
nuestra Patria, sino la democracia real y efectiva y el bienestar de la
población (lo otro es convertir en metafísica una cosa administrativa). Que
incumplir las leyes, abiertamente, no es una salida que suela tener visos de
prosperar, y poco se construye de esa manera (pues la sartén la tiene por el
mango otro). Que con menos del cincuenta por ciento de población a favor de una
idea es muy atrevido lanzarse a todo trapo por ese camino (opción perfectamente
respetable, por otra parte, pero no abrumadoramente mayoritaria). Que no nos
gusta el concepto de nación, pues no es jurídico, y sí el de Estado, que sí lo
es. Que aceptamos lo de la nación porque en fin…, pero que no nos gusta un
concepto que parte de la base de que tú te consideras algo para que el resto
del mundo te empiece a considerar también ese algo (pactamos, incluso, que a
partir de ahora nos íbamos a considerar guapos a rabiar en todo foro en que
alguien nos escuchara, a ver si así encandilábamos a las damas presentes, para que
aceptaran nuestra condición de bellos).
A los no independentistas también
los recordábamos, y pensábamos que había muchos que daban el abrazo del oso a
la Patria, desde otro nacionalismo pero en sentido opuesto (la Unidad de la
Patria es sagrada: no, amigos, sagrado es el bienestar de la gente, y luego lo
articulamos administrativamente como sea). España, ese experimento que podía
ser enriquecedor, es mucho más que Castilla y unos michelines folklóricos. ¿Por
qué empobrecerla, reduciéndola a eso? La escasa sensibilidad hacia otras
lenguas estatales y otras culturas estatales y, a lo mejor, hacia otras
naciones dentro del Estado (¡ay, otra vez el concepto de nación, aplicado a
España o a quien sea!), nos empobrece a todos. España no es un cortijo
monolítico vigilado por la Guardia Civil, sino que debe ser un enriquecedor
crisol, un rompeolas de lenguas, culturas, músicas y tierras. Debemos
respetarnos, no tirarnos el concepto de Ley a la cabeza (ojalá lo hubiesen
defendido con tanta firmeza en tantas otras ocasiones). Además, sería un grave
error que, después de comprobar que casi la mitad de los votantes catalanes
quiere directamente la independencia (no es un invento de Mas, esto, sino la
utilización política de un sentimiento legítimo, se comparta o no), todo
siguiera igual. Eso no puede ser: es un error y es injusto. Ya sabemos que hay
que aplicar la Ley (ojalá la defendieran en todo caso con tanta vehemencia,
repito e insisto), pero… ¿qué proyecto ilusionante se ofrece para estas
personas que están en otra onda tan distinta, y a las que espero que no lancen
al aigua? ¿No será que toca seducir y
lo que quieren es violar, aunque siempre conforme a la Ley? Vencer, pero no
convencer. No. No nos gusta eso. No. Ni a Mairena ni a mí.
Se está poniendo la cosa fea,
porque no se ha sido capaz de reconducir la situación. Y en esta obra de teatro
ya todos tienen su papel asignado en un guión con pinta de inamovible. Y
seguirán como los teólogos del cuento de Borges: interpretando su papel y peleando
hasta la muerte sin saber que ocupan el mismo cuerpo. Y Mairena y yo, incapaces
de influir en lo más mínimo en todo este jaleo, sabedores de que lo primero que
vuela en una guerra son los puentes (y de que todo combatiente te considerará
del bando contrario), decidimos irnos a pasear por el puerto. Acercarnos a la
mar, que no siempre es el morir, y enterarnos de cuándo sale el primer barco
para donde sea.
http://opinion2.tribunandaluza.es/antonio-j-quesada.html
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