lunes, 8 de agosto de 2016

"EL CATEDRÁTICO"


El Catedrático

 

Antonio J. Quesada

 

Todavía recuerdo la primera vez que tuve que bajar a clase, como profesor. Y recuerdo cómo se supone que yo era un gran experto en mi materia, una rama de la Química que no interesa a nadie fuera de mi despacho, pero cómo también nadie me explicó nada de cara a dar una clase, afrontar un grupo o lo que fuera aquello.

Me movía por intuiciones, claro. Y era muy kantiano (siempre lo fui). Tenía mi modo de ser y de estar y, consciente o inconscientemente, me comportaba también como aquellos docentes que me habían tratado bien durante mis años como estudiante, y evitaba las conductas de aquellos que me parecían antiejemplos.

“El Catedrático” era el caso más claro de este segundo grupo.

 

He tenido como docentes a bastantes Catedráticos. Pero “El Catedrático” era uno, que iba por la vida y por la Historia de eso. De Catedrático.

El Catedrático logró, incluso, que yo sintiese miedo físico. Con el paso del tiempo, jamás he entendido que un señor hecho y derecho disfrutase viendo temblar a niños de trece años. Jamás he sentido el Placer del Poder como docente, y haré todo lo posible para no sentirlo nunca.

El Catedrático poesía una gran cultura, pero la utilizaba no para su crecimiento personal, sino para poder alejarse de toda esa manada de bobos que formábamos alumnos, profesores y resto del mundo. No es mi concepción de la cultura, aunque supongo que será perfectamente legítima: conozco a demasiadas personas que la defienden, por aquí y por allá. Y no les va nada mal.

El Catedrático debía de ser especialmente inteligente: no se le entendía en clase y citaba constantemente apellidos muy raros de gente que escribía en inglés o alemán. Estaba muy leído, "El Catedrático". Debía de ser especialmente inteligente.

El Catedrático escribía textos con presunto interés literario, incluso, y gracias a sus contactos lograba que se publicaran y fuesen presentados por personas prestigiosas, delante de las autoridades competentes y en salones llenos de luces y espejos. Eran textos ininteligibles, es decir, seguramente muy valiosos (la Literatura que se entiende no vale tanto, según parece). Con el tiempo descubrí que había mucho Borges, mucho Umberto Eco, mucho Luis Cernuda (sorprendente: no era de su camada), mucho Foucault y mucho Barthes dentro. Entre otros. No me preocupé de seguir rastreando intertextualidad...

El Catedrático se gestionaba reconocimientos periódicamente, y ya coleccionaba el título de Hijo Predilecto de su ciudad natal, Hijo Adoptivo de varias otras y alguna calle (nunca callejón) por algún centro urbano (nunca periferia), quizás en más de una ciudad.

El Catedrático apabullaba al resto del mundo, que no estaba a su nivel: fusilaba con su Cultura.

 

El otro día me encontré al Catedrático en los baños de unos grandes almacenes. El tiempo había hecho mella en él, como en todos nosotros, y me pareció una persona muy desvalida (aunque con esa mirada altanera de siempre). Sin su Cátedra (“¿los Catedráticos mearán de otra manera?”, nos planteábamos los becarios cuando yo empecé a dar clases), sin Borges, sin Eco, sin Kristeva, sin todos esos cacharros culturales que prohíben meter en un cuarto de baño, parecía una persona casi normal.

Nunca se lo dije, pues en ninguna ocasión le dirigí la palabra (bueno, él nunca me la dirigió a mí, claro, pues jamás estuve ni estaré a su altura), pero jamás le podré agradecer el ejemplo o antiejemplo que supuso para mí. Lo que me ayudó a crecer como persona y como docente.

Gracias, “El Catedrático”.

 

 

Todavía recuerdo la primera vez que tuve que bajar a clase, como profesor. Y recuerdo cómo se supone que yo era un gran experto en mi materia, una rama de la Química que no interesa a nadie fuera de mi despacho, pero cómo también nadie me explicó nada de cara a dar una clase, afrontar un grupo o lo que fuera aquello.

Me movía por intuiciones, claro. Y era muy kantiano (siempre lo fui). Tenía mi modo de ser y de estar y, consciente o inconscientemente, me comportaba también como aquellos docentes que me habían tratado bien durante mis años como estudiante, y evitaba las conductas de aquellos que me parecían antiejemplos.

“El Catedrático”, evidentemente, era el caso más claro de este segundo grupo.

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