Convocaron, por esos ciber-mundos de Dios, un concurso literario de relato breve que consistía en escribir algo conectado con un hotel, en sus posibles diversas variantes.
"El premio" es el relato que tuve a bien presentar... Aunque no obtuve nada, creo que es un relato muy digno.
Lo cuelgo esta mañana, martirizado por el teclado que no me deja poner acentos (me siento como si estuviera teniendo que huir de la censura, al evitar las palabras acentuadas...).
Feliz lunes. Ya queda menos para el martes.
EL PREMIO
Tocan a la puerta. “Profesor, en
treinta minutos tendremos a la comitiva en el hotel”. Mi fiel Inma: mis manos y
mis piernas. “Conforme, Inma, ven a buscarme dentro de veinticinco minutos”,
contesto desde dentro de mi habitación, sin abrir la puerta. “Perfecto,
profesor”. Se va: escucho el taconeo que se aleja por el pasillo del hotel. Es
única: un lujo.
Sigo vistiéndome ante el espejo:
he engordado algo y, físicamente, tampoco soy ya el de antes. En fin, la vida,
que hace con nosotros lo que quiere.
No me disgusta esta corbata: ya
tengo corbata para el evento.
Siempre me gustaron las
habitaciones de los hoteles. Me atrae ese clima de provisionalidad que lo
embarga todo, de comodidad aséptica y ajena, que te impide reconocer ese
territorio como propio. La levedad del huésped, que no tiene domesticado el
espacio (como en casa) y está como de paso por allí. Me encanta sentir lo que
siempre denominé la envidiable levedad del huésped. A Sartre le sucedía, pero
me resulta extraño pensar en Sartre estando en calzoncillos y con calcetines
negros, ante un espejo de cuerpo entero de una habitación de hotel. Si me
vieran mis alumnos…
El premio. Muy bien, hombre: pues
muchas gracias. A mi edad uno relativiza mucho estas cosas, y yo ya lo tengo
todo hecho. Además, este tipo de reconocimientos siempre llega cuando uno está
a punto de morir. Fue lo primero que pensé cuando me anunciaron la concesión:
“¿me estaré muriendo?”. Pero hay que ser agradecido, y aquí estoy, con mi mejor
sonrisa y mi mejor disponibilidad.
Me encanta desayunar en el hotel.
Todo tan extraño, tan lejano de tu entorno, pero tan preparado para agasajar al
leve huésped... Me agrada este ambiente. Prensa, saludos de cortesía con
amables desconocidos, tostadas, café rellenado hasta en tres ocasiones, esa
pastillita de chocolate que jamás osarías tomar en casa, por lo del colesterol
o por evitar la subida de algo… Soy un extraño: alguien de paso a quien la vida
colocó aquí y está dispuesto a disfrutar plenamente de este paréntesis
sugerente.
El éxito social provoca cambios, obviamente...
(...) Pero todavía hoy conservo algunas conductas de cuando era ese chico medianamente inteligente y muy trabajador que se abría camino en la vida. Inevitable: catetadas como poner las cartillas bancarias al día sólo mientras está abierta la oficina (por si hubiera algún problema con el cajero automático), pagar al contado y hacer oídos sordos cuando me explican la ingeniería económica necesaria para pagar no sé qué financiándolo no sé cómo y que salga rentable, no llamar por teléfono ni tocar el minibar en las habitaciones de los hoteles, etc. Hoy sería absurdo confesar esto a alguien, se supone que estoy por encima de todo eso tan pueblerino, que soy un ilustrísimo, pero… me gusta seguir conservando estas conductas. Me recuerdan de dónde vengo, y cómo llegué hasta donde estoy ahora: procedo de un barrio alejado del centro, con supermercados y plaza poblada de bancos con ancianos, con pequeños comercios y pastelerías que los domingos regalaban una pulguita por comprar dos molletes, con quioscos en los que comprar la prensa deportiva y discutir con el quiosquero, que es del Madrid, y con el ciego en la esquina, pregonando “el numerito de hoy, vaya numerito”. Un mundo en el que nos lanzábamos a la vida sin red. Porque luego llegaban los niños de papá, esos que no sudaron las pesetas que llevaban en el bolsillo (como ahora no sudan los euros) y para ellos era lo más normal del mundo todo eso que yo tenía vetado: pagar dinerales por conducir potentes coches descapotables, beberse el minibar de la habitación lujosa del lujoso hotel y llamar a las chimbambas, si era necesario, para hablar con no sé quién, desde la propia habitación. Yo, como Manuel Vázquez Montalbán, “nací en la cola del ejército huido / me quedé a la luz del centinela / y os pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban”.
ResponderEliminarAunque hoy, objetivamente, sea uno de los de arriba, nunca olvidaré el camino realizado. El día en que utilice el minibar de la habitación sin cargo de conciencia tendré que replantearme algunos pilares de mi vida.
El baño de la habitación es otro mundo aparte, dentro de ese mundo aparte que es un hotel. Siempre pensé que en estos baños hay más toallas de las que uno puede utilizar. Pero nunca estorban. Y toda esa quincallería de cremas, jabones, cuchillas de afeitar, cepillos de dientes… No suelo utilizar casi nada de eso, pero cuando llego a una habitación en la que no existe… me inquieto.
Me siento un poco Isak Borg en “Fresas salvajes”. Posiblemente, como toda persona lúcida, estoy esperando que pase mi ataúd, sin perjuicio de que quiero entretenerme antes aquí todo lo que pueda.
Bergman me cambió la vida: cuántas veces no me he imaginado en esas ciudades que él dibuja, en las que no entiendes nada ni a nadie y en las que, como en “El silencio”, puede que incluso haya una guerra.
Recuerdo cuando era joven y comenzaba a ir a congresos, ¡qué tiempos! Viajes incómodos, pensiones horribles y el dinero justo para ir, presentar mi tímida comunicación, agrandar el curriculum y volver a casa.
Cuando fui adquiriendo más prestigio, y las modestas comunicaciones se convirtieron en ponencias invitadas, también los alojamientos mejoraron, incluso lo normal era que ni los pagase yo. Entonces empecé a disfrutar de la envidiable levedad del huésped.
Me siento un poco Julio Matasanz en “Erec y Enide”. También Manuel Vázquez Montalbán es otro referente para mí. Tenemos trayectorias vitales parecidas: también él venía de abajo, había triunfado e incluso daba la mano al Rey de vez en cuando. Aunque Manolo era un resistente: yo soy, simplemente, un exiliado interior.
“Profesor, la hora”. Salgo al pasillo, impecablemente vestido (todo lo que puede estarlo alguien a mi edad), y me recibe la impecable Inma.
Partimos juntos, se supone que emocionado.
El premio.
http://relatosdehotel.es/relato?ver=228
ResponderEliminarAquella costumbre que tuve, hace tiempo, de colocar parte del relato en el cuerpo central y parte en comentario dificulta la lectura. Tirón de orejas para el yo del pasado. Ese desconocido que se parece a mí...
ResponderEliminar¿No somos huéspedes del mundo? Delicioso relato no exento de humor y un poco (el justo) de justificado orgullo
ResponderEliminarSomos paseantes, sí... Vamos por aquí, por allá, más allá... Siempre de paso. No me gusta la palabra "orgullo", prefiero satisfacción, pero no la aplicaría al relato. Hablaría, más bien, de supervivencia reflexiva. ¡Abrazos!
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