Hoy vengo algo pesimista, quizá (o, como diría mi admirado Benedetti, optimista bien informado). No sé, será que he paseado a las siete de la mañana, camino del trabajo, algo que me encanta, pero que provoca que me reconcentre un poco y piense en lo que me rodea. Además, he comprobado que la iluminación navideña de Calle Larios, recargada y como de nuevo rico de la fiesta, se ha mantenido y ahora servirá también para carnavales (saldrá cara tanta bombilla: el Carnaval dura doce meses por estos lares). Y las ofensas estéticas son, ya, las que más me afectan, arrumbada definitivamente la ética como una especie de cachivache estridente que veías, como parte del mobiliario, en casa de los abuelos.
Tiempo para pensar: me encanta, pero puede ser peligroso. Tiempo para meditar sobre la grisura del día a día, bien a nivel personal, bien a nivel colectivo (enciendan el No-do en televisión o lean a los opinadores, siempre sabios, defendiendo a su señorito en columnas de nulo interés literario: corruptelas, túneles sin salida, elecciones para elegir a los jefes de la tribu en Andalucía, en el municipio, en el Estado y en Catalunya, etcétera). Tiempo de silencio, casi: prefiero no discutir con hooligans salvo de lo que salga en el "Marca" ("la Marca", decían antes).
En fin, hubo tiempos en los que parecía que había solución para estas cosas colectivas, más allá de la catástrofe personal, que es más fácilmente reconducible (bueno, supongo).
Hubo tiempos en los que parece que esto podía tener remedio. O eso pensábamos.
Hubo tiempos en que el moho no se había adueñado de nuestra alma. Sobre esto escribí alguna cosita en una de mis imprudencias publicadas, cuando todavía tenía ilusión de que saliera algo mío por alguna parte en letra impresa. Ahora me da la sensación de que una de las pocas cuestiones que debemos tomar en serio en la vida, como si de Heidegger se tratase, es la carta del restaurante.
Feliz martes y... hasta el próximo golpe de estado.
Tiempo para pensar: me encanta, pero puede ser peligroso. Tiempo para meditar sobre la grisura del día a día, bien a nivel personal, bien a nivel colectivo (enciendan el No-do en televisión o lean a los opinadores, siempre sabios, defendiendo a su señorito en columnas de nulo interés literario: corruptelas, túneles sin salida, elecciones para elegir a los jefes de la tribu en Andalucía, en el municipio, en el Estado y en Catalunya, etcétera). Tiempo de silencio, casi: prefiero no discutir con hooligans salvo de lo que salga en el "Marca" ("la Marca", decían antes).
En fin, hubo tiempos en los que parecía que había solución para estas cosas colectivas, más allá de la catástrofe personal, que es más fácilmente reconducible (bueno, supongo).
Hubo tiempos en los que parece que esto podía tener remedio. O eso pensábamos.
Hubo tiempos en que el moho no se había adueñado de nuestra alma. Sobre esto escribí alguna cosita en una de mis imprudencias publicadas, cuando todavía tenía ilusión de que saliera algo mío por alguna parte en letra impresa. Ahora me da la sensación de que una de las pocas cuestiones que debemos tomar en serio en la vida, como si de Heidegger se tratase, es la carta del restaurante.
Feliz martes y... hasta el próximo golpe de estado.
...Pero el alma se pobló de moho
soñador o inocente,
pero qué bonito era pensar
que con la palabra podíamos
cambiar el mundo.
Que el hombre era bueno, a pesar de todo.
Cómo convivíamos con las imágenes de esos desgraciados
que quedaron atrapados en sus fotografías
y
que nos ayudaban a seguir adelante
y a encararlo todo, por duro que fuera.
Todavía no sentíamos moho en el alma
y todo estaba por hacer:
la mañana acababa de empezar.
Todo era posible.
No habíamos asimilado que del hombre
nada cabe esperar como colectivo
(no esperes nada de persona alguna, ni de Dios, de Estado
o de Iglesia alguna: así no serás defraudado nunca).
Que de lo que se trata es de multiplicar los números
y que haya más euros en el banco
(antes contábamos en pesetas),
para que la gente me mire como a un triunfador.
Aunque el moho se apropie de mi alma. Da igual. No se ve.
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