EL DIA DE LA MUERTE DE ALLEN GINSBERG
El día de la muerte de Allen Ginsberg
puse el televisor como otros días,
vi edificios en ruinas, solares yertos,
imágenes de coches destrozados
y gente que dormía entre cartones.
Recordé sus poemas: mudas sombras
del Bronx o de Manhattan
se pierden como grietas en un muro,
como miles de vidas que se cruzan
y se repiten y al final son nada.
Fue la suya una época
de guerra fría,
un tiempo de demonios familiares
y enemigos ocultos en la noche
de abúlicos chalets del extrarradio,
fotos de niños con disfraz de adultos,
sonrisas de políticos
semejantes a monstruos de películas
de serie B.
El aullido de los lobos
se equivocó de bando, como siempre;
era el suyo un país que mereció
la paz de los espías y de los delatores.
Después de muchos años,
también puedo decir que he visto
alguna inteligencia consumida
por el alcohol y el tedio,
no sé si los mejores
cerebros de mi generación,
pero sí unos cuantos ilusos:
esperaban, tal vez, que la miseria
se quedase en reducto del pasado
y que la vida fuera menos sórdida.
Después de muchos años
hay otras guerras,
y los depredadores
siguen en su lugar de siempre,
y han inventado drogas de diseño,
y Ginsberg estará en los manuales
igual que un viejo zorro disecado.
En vano se lamenta el hombre de su suerte,
de su empeño tenaz en destruirse.
En la televisión aparecían
políticos sonriendo,
noticias de atentados,
niños con disfraz de adultos.
Alguien trataba de explicar
los ritos de las sectas más extrañas
y yo pensé en el rostro vacío del suicida,
el día de la muerte de Allen Ginsberg.
(Antonio Jiménez Millán: Inventario del desorden, Madrid, Visor, 2003)
Espectacular texto. Gracias, Antonio, por tanta poesía.
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