miércoles, 15 de marzo de 2017

HOPPER EN UNA ESQUINITA DE MÁLAGA

Esta mañana me sentí parte de un cuadro de Hopper. A horas intempestivas y en una esquinita de Málaga.
Me bajaba de un autobús para tomar otro, antes de las siete de la mañana, y llegar al trabajo lo antes posible, para resolver todo eso tan importante que tengo siempre esperando (porque, como todos, yo también llevo Occidente a cuestas y soy esencial). Cruzo por el paso de cebra ("soy un anarquista que respeta los semáforos", aseguraba San Joaquín Sabina) y, entonces, llega el cuadro.
Un bar triste, en la esquina de enfrente (que siempre nos atrae más): con su barra triste, su triste cristalera, su cliente triste y su triste camarero (ya de cierta edad, todavía peor: el mundo te lo hará ver). Y yo, de repente, como quien pasea por un museo y se encuentra con "el cuadro", lo tengo todo para mí. Les miro y... me miran. Nos reconocemos: somos del mismo lote social, somos tres islas sin posibilidad de formar un archipiélago. Antes de las siete de la mañana y ya dando trotes: no podemos ir de vencedores, ni por la vida ni por la Historia. Los que tienen la sartén por el mango no madrugan ni toman el autobús de las siete. Eso lo hacemos los que estamos aquí en usufructo.
Seguí mi camino, más solitario que de costumbre, y con Hopper en la cabeza: en este trayecto suelo coincidir con una señora ucraniana encantadora (la incluí en un poema que creo que no está mal, "textículo" que sigue dormitando en mi ordenador, como todo) y cambiamos de autobús juntos, con lo que nuestras soledades se hacen compañía durante un rato.
A horas intempestivas y en una esquinita de Málaga. Esta mañana me sentí parte de un cuadro de Hopper.


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