Estoy terminando "El impostor", de Cercas, y con independencia de su valor literario (innegable), la apasionante historia me plantea dilemas éticos y estéticos. No podía ser de otro modo.
Como creador (chiquito, desconocido, mediano, siempre me gusta aclararlo) y amigo de la creación, no puedo estar en contra de la fabulación, estaría bueno. Pero... ¿dónde está el límite? Porque existen límites...
Recuerdo que mi admirado Jorge Semprún escribió páginas excelentes sobre los campos de exterminio, como hicieran Primo Levi en Italia y otros por otras partes, y todos fabularon. Fabularon para contar verdades, que es una causa muy legítima para fabular.
Semprún tuvo que escoger entre la escritura y la vida, e incluso con el tiempo publicaría un excelente trabajo con ese título. Recién salido de los campos optó por la vida, y no quiso saber nada de hablar o escribir sobre el tema, pero narra por alguna parte cómo una vez, pasados los años, escuchó a un antiguo internado en campo de concentración que contaba tan mal su experiencia que decidió que, para que se supiera la verdad, debía hacerse ficción (contaba tan mal aquello que nadie entendería lo que sucedió realmente). Y se decidió a escribir ficciones para dar a conocer esas verdades tan horribles. Y yo lo vi fantástico, y disfruté siempre con él y con su buen hacer creativo.
Leyendo sobre Enric Marco, el gran impostor que construyó sus mentiras sobre bastantes medias verdades (y excesiva megalomanía), tengo algunas dudas: se han traspasado algunas líneas rojas. Sin embargo, tampoco resulta posible una condena categórica, absoluta e inapelable, como hacen los cerebros químicamente puros, que juzgan con escuadra y cartabón y son capaces de concluir que, como persona, sobre 10 vales 3'4653 periódico.
Sigo pensando (sobre esto y sobre otras cuestiones), pues no lo tengo claro. No sé si debo confesarlo, pues lo de pensar y lo de dudar no está bien visto, y menos en agosto: esto es blanco, esto es negro y a correr. Esto bueno, esto malo, esto no merece la pena, esto sí...
Como creador (chiquito, desconocido, mediano, siempre me gusta aclararlo) y amigo de la creación, no puedo estar en contra de la fabulación, estaría bueno. Pero... ¿dónde está el límite? Porque existen límites...
Recuerdo que mi admirado Jorge Semprún escribió páginas excelentes sobre los campos de exterminio, como hicieran Primo Levi en Italia y otros por otras partes, y todos fabularon. Fabularon para contar verdades, que es una causa muy legítima para fabular.
Semprún tuvo que escoger entre la escritura y la vida, e incluso con el tiempo publicaría un excelente trabajo con ese título. Recién salido de los campos optó por la vida, y no quiso saber nada de hablar o escribir sobre el tema, pero narra por alguna parte cómo una vez, pasados los años, escuchó a un antiguo internado en campo de concentración que contaba tan mal su experiencia que decidió que, para que se supiera la verdad, debía hacerse ficción (contaba tan mal aquello que nadie entendería lo que sucedió realmente). Y se decidió a escribir ficciones para dar a conocer esas verdades tan horribles. Y yo lo vi fantástico, y disfruté siempre con él y con su buen hacer creativo.
Leyendo sobre Enric Marco, el gran impostor que construyó sus mentiras sobre bastantes medias verdades (y excesiva megalomanía), tengo algunas dudas: se han traspasado algunas líneas rojas. Sin embargo, tampoco resulta posible una condena categórica, absoluta e inapelable, como hacen los cerebros químicamente puros, que juzgan con escuadra y cartabón y son capaces de concluir que, como persona, sobre 10 vales 3'4653 periódico.
Sigo pensando (sobre esto y sobre otras cuestiones), pues no lo tengo claro. No sé si debo confesarlo, pues lo de pensar y lo de dudar no está bien visto, y menos en agosto: esto es blanco, esto es negro y a correr. Esto bueno, esto malo, esto no merece la pena, esto sí...
Pero en fin, nunca estuve de moda. No voy a pretenderlo a estas alturas de la película.
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