Publica la revista "Café Montaigne" mi primera colaboración, un relato en el que recuerdo a Mario Onaindia.
Gracias, amigos, es un placer y un honor.
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(R)EVOLUCIÓN
Antonio J. Quesada
A Mario Onaindía, ese Camus con txapela
A estas alturas de mi vida puedo
decir que no me arrepiento de nada de lo que he hecho. Bueno, supongo que uno
siempre se arrepiente de algunas cuestiones concretas, es inevitable. De haber
obrado de una forma cuando, quizá, debió haberlo hecho de otra. De haber dicho
esto en vez de haber dicho aquello. De acuerdo. Pero en los grandes asuntos de
mi vida creo haber estado donde debí estar en cada momento, y no haber faltado
nunca a mi dignidad ni haberme traicionado a mí mismo. No creo haber cambiado,
en esencia: posiblemente sea el resto del mundo el que cambió mientras yo
seguía más o menos en el mismo sitio.
No me hago responsable de que la Tierra gire. Hasta ahí
podíamos llegar.
Renegado.
No era ahora, precisamente, ni un compañero ni un amigo. Era sencillamente un
tránsfuga, un arrepentido o, más llanamente, un renegado a sus amigos,
compañeros y nación (Gara, 3 de
septiembre de 2003).
Eres
peor que los cipayos, porque tú fuiste
de los nuestros. Dando armas al enemigo no se construye Euskal Herria, aliado de la txakurrada.
Y tú llevabas ya demasiados años dando armas al enemigo y compartiendo mesa y
mantel con sociatas, españolistas, picoletos, delegados del gobierno de
ocupación, gobernadores civiles y torturadores de jóvenes vascos. ¡Dejadnos en
paz a los vascos, de una puñetera vez! ¡Dejad que nos autodeterminemos, joder!
¡Queremos un ámbito vasco de decisión! Si yo fuera de ETA, de verdad, hubiera
considerado un deber meterte una bala en la cabeza. Pero la propia biología ha
evitado la acción. Y no hay mejor ahorcado que el que se coloca, él mismo, la
soga en el cuello. Eso lo sabe todo verdugo.
No tengo nada que reprocharme. No
es poco, a estas alturas de mi vida. Los funcionarios de las batas blancas, las
mascarillas verdes y los tecnicismos preparados para fusilar a ignorantes como
yo no tienen dudas: ya han llegado al acuerdo de que me estoy muriendo. No
puedo contar hacia adelante: toca contar hacia atrás y a toda prisa. No me
gusta, pero no puedo rebelarme, como he hecho siempre. Contra esto no.
O sí, depende: puedo rebelarme
disfrutando intensamente de lo que me queda de vida, para joder a ese Dios en
el que no creo y que ya me llama a su inexistente Gloria. O bien me tiene
reservado un puesto en su inexistente Infierno, claro, que será lo más acorde
con mi trayectoria personal. Los ateos no vamos al cielo, Dios se suele
reservar el derecho de admisión allí arriba. Una vez un amigo mío escribió un
poema en el que reivindicaba un cielo para ateos dignos, “y yo creo serlo / en
líneas generales”, apuntaba el muy presuntuoso. ¡Qué inocente eras entonces, Antxon! Luego evolucionaste, como
hicimos todos, pues la vida va limando nuestras aristas, incluso en contra de
nosotros mismos. Juntos envejecimos de cuerpo y de alma, y nos reíamos de la
inocencia de aquel poema imberbe (¡y de tantas otras cosas!) en tertulias que
se extendían hasta altas horas de la madrugada.
En la historia son múltiples los
casos de involución ideológica desde la izquierda a la derecha, pero pocos
habrá tan rotundos como el de Mario Onaindía, fallecido ayer en Gasteiz a consecuencia del cáncer que
padecía (Gara, 1 de septiembre de
2003).
La
vida, entonces, era gris, o así la recuerdo. No se podía hablar. No se podía
criticar. No se podía defender nuestra cultura. Llegó un momento en que decidí
que debía entrar en ETA. Entré cuando consideré que tenía que entrar: ni antes
ni después. Como otro comienza a preparar unas oposiciones para registrador de
la propiedad o para secretario de ayuntamiento, pues yo ingresé en ETA. Carlos. El dictador masacraba a todo el
país, yo tenía ideas nacionalistas y progresistas y me pareció lógico.
Los
del PNV, a los que traté bastante, se movían muy poco y no tenían la conciencia
social que yo consideraba necesaria para mejorar el mundo. Estaban en otra
onda: siempre tuve la impresión de que preparaban a sus cuadros para ser
alcaldes. Y lo mío tenía que ser otra cosa: yo era demasiado rojo para el PNV. Además, leí a Arana y
me decepcionó: para dedicarse a insultar a los de fuera tampoco había que
teorizar tanto. Su eusko-kanonización
me pareció terrible. Pero tampoco era yo un rojo
como los del pecé, pues siempre fui euskaldún. Siempre soñé, además, con
escribir grandes novelas en euskera, para engrandecer mi lengua. No tenía otra
opción moralmente aceptable: dejé el banco y todo lo demás, dije “hasta aquí
llegué”, y me tiré al monte. Así ingresé en ETA. Así me rebelé: con el tiempo
leería y admiraría a Camus.
Aquella
era otra ETA: yo me hubiera cortado una mano antes de herir a un niño en una
acción. No digo, ya, matar, eso ni en broma. Mis compañeros también solían
pensar así, pongo la mano en el fuego por la mayoría de los que conocí. Hubo
militantes detenidos por no disparar al guardia de seguridad en alguna acción,
o que corrieron a desactivar una bomba colocada porque vieron luz en la oficina
a la que iba destinada. Nada que ver con lo que vendría luego, con ese chapoteo
sangriento de después. Además, si podemos luchar políticamente no es necesario
construir Euskal Herria con la
pistola, algo que será contraproducente en todo caso. Antes o después nos
pasarán la factura. No tenemos derecho a construir un presunto paraíso sobre
niños con cruces en la frente y viudas con miradas de odio o de tristeza. Muchos
lo entendimos. Estábamos más dispuestos a morir por Euskal Herria que a matar por ella. Más cerca de aquellos
terroristas justos de Camus que de los voceadores del todo vale y todo sea por
la causa, de esos maquiavelos de vuelo
gallináceo tocados de txapela.
Cuando
yo militaba en ETA nunca hicimos ningún tipo de chantajes económicos, ni
secuestros para pedir rescates. Teníamos obligaciones muy estrictas en cuanto a nuestro comportamiento con
el pueblo. Cuando nos cobijaban en alguna casa, debíamos adaptarnos a su
régimen de vida, ayudar en la cocina, cuidar de los niños, hacer las camas,
etc. No éramos bichos raros... (José María Eskubi, ex-líder de ETA).
En
1970, cuando fue juzgado en Burgos, Onaindía tomó la palabra ante el tribunal
militar para denunciar la opresión sobre Euskal
Herria y lanzó un “Gora Euskadi Askatuta” que hizo que algunos militares
del Tribunal desenvainaran sus sables, incluso.
En
Burgos fui condenado a muerte. Recordar, todavía hoy, las gafas oscuras y los
bigotitos recortados de los militares que decidieron matarme me produce un
escalofrío retroactivo. Condena a muerte. Moriría por mi actividad política si
nadie lo remediaba. No me agradaba la idea, la verdad, pero entraba dentro de
lo posible cuando comencé en esto. Lo tenía asumido. A veces es necesario perder
la libertad para ser libre, o incluso perderlo todo para mantener la dignidad.
Ya estaba bien de pasear por las calles gris ceniza del Caudillo victorioso,
que pisoteaba los derechos de todos y se recreaba especialmente gobernando contra
nosotros, los vascos. Jugué mis cartas y perdí. Mala suerte. Me tocó la bola
negra, sin más, y debí asumirlo. Nueve condenas a muerte para seis personas,
¿cuántas veces pensaban matarnos, esos criminales? A Txabi lo mataron en la carretera, en mi caso sería un pelotón de
fusilamiento. ¡Qué diferencia entre Txabi
y los que vinieron después en la organización! Txabi era un intelectual. Después vendría gente que le tomó el
gusto a la pistola. Cuando uno coge una pistola debe tener mucho cuidado, pues
la pistola tiene un extraño erotismo que te puede llevar a desearla como se
desea a una amante fatal. Puedes llegar a considerarla un fin en sí mismo, como
esos coleccionistas de libros que darían su vida por no sé qué ejemplar, para
tenerlo en su estantería y gozarlo en privado por el simple placer de tenerlo
allí. Con independencia del tema de que trate el libro...
Llegó
un momento en que si te permitías el lujo de dudar podías desaparecer. Como Pertur. No hablo, ya, del privilegio de
pretender una vida normal, como Yoyes,
sino simplemente plantearte una duda. ¿Es la duda contrarrevolucionaria, propia
de cipayos y da armas al enemigo?
Con
su muerte desaparece la época del intelectual comprometido con la política. El
país ha perdido a un político con una cabeza perfecta, y yo una gran persona,
un amigo y un compañero entrañable.
Me fue conmutada la condena a
muerte y pasé ocho años en prisión. Y en prisión lo que sobra es tiempo. Tiempo
para reconcentrarte junto a tu “enanito” (como llamábamos entonces a hablar con
uno mismo). Me sobró en Basauri, en Burgos, en Cáceres y también en Córdoba.
Allí me volqué en lecturas sobre pensamiento político y descubrí que no son necesariamente
términos incompatibles: haciendo un esfuerzo se pueden compaginar el
pensamiento y lo político. Leyendo se curan los fanatismos, y yo vi que ciertas
cosas no merecían la pena. De vivir otra vez volvería a entrar en ETA, en aquella ETA en que entré, pero la cosa cambiaba aceleradamente: no entraría
ahora en esta ETA que empezaba a
intuirse. El escenario tampoco es ya como antes, hay que reconocerlo: ahora
podemos gritar y reivindicar. Ya no hay militares que te condenen a muerte
poniendo a Dios por testigo de la mascarada.
¿Podíamos seguir con la ficción de
que todo seguía igual, cuando había muerto ya el tirano y teníamos
Constitución, Estatuto de Autonomía y un Parlamento con el euskera como lengua
oficial? Aunque a lo mejor no nos dislocase (todo es mejorable), el marco era
diferente, es innegable: no se puede comparar una tiranía a unas leyes
democráticas presunta y parcialmente injustas. No podemos ser románticos en el
peor sentido de la palabra: “si la realidad no se ajusta a lo que yo opino, lo
siento por ella”. No. No tenemos derecho a fanatizar a un país y lanzarlo a una
guerra civil. No. No tenemos ningún derecho a eso. Deberíamos lavarnos la boca
con jabón, en dicho caso, antes de dar los buenos días a nuestra vecina.
No estoy de
acuerdo con él pero le respeto. Fue un hombre al que nadie puede negar valor,
que supo jugarse el tipo cuando fue necesario y utilizar vías políticas cuando
fue posible. Por todo ello, merece mi respeto. Descanse en paz.
Reflexionando sobre la situación de
hoy, compruebo que estos no tienen conciencia. Ni está ni se la espera, que
dijo alguien en el 23-F (si la memoria no me falla, aunque ya va a su aire,
Sabino Fernández Campo). ¡Madre mía! Son como esos curas que utilizan el nombre
de Dios para sostener su txiringuito,
comer en casa de la Marquesa todos los días que pueden y cobrar sus rentas a
los aldeanos de turno. Prostituyen el nombre del país para sacar tajada
política o qué sé yo de qué tipo: es su herriko-txiringuito.
Y me duele. Lo que me duele más es que no estaré mucho tiempo aquí, ya, para
poder elevar mi voz. En Burgos los fascistas de gafas oscuras y bigotes
reaccionarios me condenaron a muerte y sobreviví. Mis ex-colegas también
hubiesen estado encantados de que se detuviera mi respiración, pero también
sobreviví. Ahora son los técnicos de la medicina, menos siniestros, los que me
dicen, con las más selectas palabras griegas que encuentran en sus manuales,
que es la biología mi verdugo. Que me estoy muriendo. Que me vaya despidiendo
de todo esto, porque la vida es una pelea a la que nadie sobrevive. Y a mí me
queda, ya, poco.
A
la ETA de hoy le falta elaboración estratégica: hay muy poco rigor ideológico.
Lo que sí hay es mucha audacia, pero la audacia del ignorante no lleva a ningún
sitio (...). La táctica puede permitir ganar algunas batallas, pero para ganar
la guerra se necesita una estrategia. El “cojonímetro” no puede ser la medida
de todas las acciones... (Federico Krutwig, ex-ideólogo de ETA).
¿Mi opinión sobre él? Pues mira, positiva en su conjunto, la verdad.
Le admiro como intelectual y como político. Luchó contra la dictadura, y,
contra una dictadura la lucha armada puede ser criticada políticamente (su
mejor o peor oportunidad), pero no es condenable en términos absolutos.
Obviamente, eso no justifica la muerte de inocentes o masacres, que es otro
tema. Ese tipo de acciones puntuales es condenable en todo caso, y para eso
está la condena puntual, pero no de la lucha como tal. Esto lo dice cualquier
manual de Derecho Internacional Público.
Ingresó en una ETA plagada de personas más dispuestas a morir que a
matar, que actuaba de modo parecido a como debió de ser la Resistencia francesa,
seguramente. La Dictadura
le condenó a muerte, le conmutó la pena y le encarceló. Y las mismas razones
que le llevaron a una ETA le sacaron de otra ETA. Leía y escribía demasiado
para ser cómodo en cualquier rebaño. Textos inteligentes, además. Evolucionó y
comprendió que no se puede luchar contra una democracia del mismo modo en que
se hace contra una dictadura. La lucha armada es el último recurso, la “ultima
ratio”, que diría un penalista de su objeto de estudio. “Para Navidad, todos
los presos en casa”. Amén.
Consecuente con todo ello, siguió su lucha desde posiciones de
izquierda no clerical, abierta, amando a Euskadi, escribiendo en euskera
(¡haciendo lengua!) y admirando el cine negro americano. Luchó políticamente
desde EIA y desde EE. Todo un intelectual: un hombre inquieto, no había más que
oírle y verle. Una amiga mía coincidió con él en el tren y no se atrevió a
saludarle, porque fue enfrascado leyendo durante todo el viaje. Sin escoltas,
sin trajes italianos, sin aires de grandeza, sin soberbia. Le admiro y le
respeto. Su novela “Grande Place” me pareció un completo trabajo para entender
bastantes cuestiones.
Es una gran
pérdida, un hombre capaz de sacar los colores a mucho “gudari de rebajas de
enero” que nunca se jugó el tipo por la ikurriña y que ahora se dedica a
extender certificados de nacionalidad vasca a derecha e izquierda. Uno no es
patriota de donde ha nacido, sino de donde puede ser libre. ¿Tan difícil es,
además, ser vasco? Algo meramente administrativo, como ser andaluz, extremeño o
murciano, lo convierten en algo casi metafísico. Él intuyó esto y luchó contra
ello. Pero siendo capaz de explicarse en euskera. Una lengua se engrandece escribiendo
buenos libros en ella, no pintadas en las paredes. Él lo hizo así.
Agur, Mario. Descansa en paz.
“Si en su día, en una fría mañana
los que lo conocen saben qué difícil es evitar un escalofrío cuando se juntan
en nuestra mente las palabras diciembre y Burgos se hubiera aplicado la pena de
muerte en el patio de las acacias del penal de la citada capital castellana,
hoy no podría escribir este artículo. Mi caso, pues, no tiene ningún mérito. Lo
meritorio sería que yo fuera partidario de la pena capital, en cuyo caso,
supongo, debería suicidarme pegándome un tiro tras ponerme firmes al amanecer,
dando la espalda al muro del cementerio. Idea que no debería caer en saco roto.
Se resolverían muchos problemas de intolerancia en todo el mundo si los partidarios
de la pena de muerte la aplicaran, como la caridad, empezando por uno mismo”
(Mario Onaindía: “Contra la pena de muerte, en cualquier caso”).
Fue
un etarra, un violento, un miembro de una banda criminal. Pero evolucionó y ha
realizado una profunda labor de defensa de la Constitución y del
Estatuto en Vascongadas. Debemos reconocerlo. Aunque siempre recordaremos en él
al antiguo etarra, al dirigente de ese “partido-agrupación de ex-combatientes”
que fue EIA y después sería EE, hay que reconocer que tras su evolución hizo
bastante daño a la causa nacionalista. Y eso debemos valorarlo positivamente,
qué duda cabe.
¿Será posible que cada vez que en
España hay un poco de democracia llegamos los vascos a joder el invento?
Repasen nuestra historia desde el siglo XIX y lo verán. Esto debe hacernos
pensar: los vascos debemos mirarnos menos el ombligo y dejar de apedrear a
Carlomagno cada vez que asoma el hocico por Roncesvalles, creyéndonos que es el
otro, el extraño, que viene a contaminarnos. Aquí no se recuerda más que a
carlistones y meapilas, ¡joder, qué país! Además, no se saborea ni la novela
policíaca que tanto amo: la novela policíaca no tiene sentido en Euskadi porque
aquí el crimen se reivindica.
A
los nacionalistas nos hizo mucho daño desde su ingreso en el PSE, con ese aire
de ex-combatiente que vuelve de la guerra y se siente con la legitimidad
necesaria para decir lo que le venga en gana sobre lo que sea. Había un PSE-EE
que era cada vez más PSE y cada vez menos EE. Pero en cualquier caso sentimos
respeto por su figura, qué duda cabe. Trabajó mucho por este país, ha escrito
grandes cosas en nuestra lengua y sus posibles desvaríos posteriores no deben
enturbiar esta trayectoria. Además, yo por alguien que ha sido condenado a muerte
por los tribunales españoles por defender a Euskadi siempre sentiré respeto,
con independencia de que deba combatir sus ideas. Descanse en paz.
Cualquiera que no conociera mi
evolución se quedó sorprendido al verme retratado en el entierro de un guardia
civil muerto en atentado de ETA. Polémica. El fotógrafo se limitó a firmar la
foto que le brindé en bandeja de plata. Los diarios conservadores de Madrid me
dieron leña, como era lógico. Los abertzales
ya, ni cuento. El ex-dirigente de ETA, condenado a muerte en el proceso de
Burgos, presente en el entierro de un guardia civil fallecido en atentado
terrorista. Y allí estaba yo, serio, triste, solo. Hubo quien me entendió y
estuvo a mi lado, pero en mi carrera política tuve que soportar dos grandes
incomprensiones: la de los abertzales,
sobre todo los más radicales, para los que yo representé la imagen típica del
renegado, del traidor, y la de los reaccionarios, para los que siempre fui un
miembro de ETA reconducido al redil pero que, a veces, asomaba la patita abertzale por debajo de la puerta y, por
tanto, no era totalmente de fiar. Además, escribía en euskera, no en la Lengua del Imperio. En
conclusión, que me podía llover la torta de cualquier bando. O la bala, en
algún caso. Es duro hacer el camino solo, o casi.
Mario fue un
hombre de acción metido a hombre de letras, que no es lo mismo que un hombre de
letras metido a hombre de acción. No es lo mismo un Lord Byron que un Trotski,
o un Camus que un Churchill. Pero era muy interesante. Su “Grande Place” es básica
para entender la amnistía y la vuelta a casa de bastantes miembros de ETA,
retrasada por ese extrañamiento en Bruselas. Interesa leerle. Además tiene
relatos cortos (alguno sobre Argelia, ojo al dato) bastante interesantes,
libros sobre la política vasca del mayor interés, también, multitud de
artículos contra el fanatismo y dos tomos de memorias que no pudo continuar
porque la muerte llegó antes. Anocheció para él. Reinaldo Arenas tuvo más
suerte: fue capaz de concluirlo todo antes de que (le) anocheciera. Mario no. A
Mario la noche se le vino encima, con todo lo que implicó. Descanse en paz.
Agur, Mario.
Ahora me da igual casi todo, pueden
imaginarlo. Pero hay algo que todavía me revuelve las tripas, y es ver cómo un
niño de kale borroka expide
certificados de buen vasco y a mí me llama, con los ojos inyectados en odio,
traidor, españolista o carcelero, cada vez que salgo a la calle con “Basta Ya”
o con lo que sea. No me gusta exhibir mi curriculum,
pero le diría a ese niño que, antes de que él naciera, yo estaba ya condenado a
muerte por una dictadura fascista, y escribía en euskera para engrandecer
nuestra lengua, que defendí la vuelta a casa de tantos luchadores y su batalla
política desde mis sentimientos de izquierda, y que si él ahora podía lucir la ikurriña o hablar euskera, en parte, nos
lo debía a tantos que nos jugamos la vida cuando era peligroso. Ahora tiran
tres petardos en una manifestación, queman un cajero automático y un autobús,
asustan ancianos y arman bronca para hacerse con la calle, cuando podemos decir
las cosas por las buenas, y se creen que están construyendo Euskal Herria. ¡Triste sería la Euskal
Herria que pueden construir desde el odio y la mala
educación! Hace falta haber leído y pensado mucho para no ser un fanático. Esta
gente ni lee.
¿Será doloroso morir? No temo a la
muerte, aunque no creo en Dios, pero sí temo al dolor. No puedo evitarlo.
NOTA
DEL AUTOR: Mario Onaindía falleció el 31 de agosto de 2003. Cada cual, en el momento
de recordarle, incidió en la faceta de Mario que le pareció oportuna. Yo, que
no le conocí, me quedo con el hombre de letras metido a político y le homenajeo
con este relato, escrito inmediatamente después de su muerte y que en algunas
partes recoge material periodístico real y opiniones auténticas de aquellos
días. Me quedo con el Doctor en Filología Hispánica y en Filología Inglesa que
dejó una gran novela, “Grande Place”, una serie de relatos de bastante interés,
varios libros políticos esenciales para conocer y evitar el fanatismo en
Euskadi (y, por tanto, en el mundo), así como con el ejemplo práctico de que
recurrir a las armas puede ser dolorosamente necesario en algún caso extremo
(pensemos en la Resistencia francesa), pero que no se debe caer en el peligro
de convertirse en un funcionario del gatillo. Y eso se evita creciendo
intelectualmente. Aunque hace falta tener inquietudes culturales para ello, y
ser capaz de dudar.
Agur, Mario,
descansa en paz. Con tu muerte pasamos a ser un poco peores.
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