Columna publicada en Tribuna Andaluza.
El teléfono de los bomberos
Antonio J. Quesada
No me gusta el mundo que me
rodea. Al menos, en parte. Pero no soy ningún destructor: si critico algo es
porque me duele ese algo, porque quiero que ese algo mejore, no por afán de
destruir nada. Y, a lo mejor, porque soy tan presuntuoso como para pensar que mi
humilde y misantrópica opinión puede influir en mejorar algo en alguna parte.
Cada vez dudo más de esa presunta influencia, aunque sigo teniendo el impulso
ético de actuar: llevo mucho Vázquez Montalbán, mucho Sciascia, mucho Sartre,
mucho Camus o mucho Pasolini a cuestas como para limitarme a leer el “Marca” y
escuchar a Julio Iglesias.
En todo caso, cuando uno escribe
columnas en alguna parte, a veces se cansa de ver que, posiblemente, clama en
el desierto, y tiene la tentación de arrojar la toalla, con mejor o peor estilo
literario. Lo escuché por alguna parte: cuando has logrado detener el
entusiasta impulso suicida de alguien una vez, otra vez, otra, otra… a la
quinta o sexta ocasión ya tiendes a quedarte al margen y asistir a lo
irremediable. Puede ser.
Ya sé que no debe uno dejarse
ganar por el desencanto (después de tantos años… el desencanto, ¡qué paneriano
todo!), ya sé que me van a caer palos por parte del sector más combativo de las
personas que me leen (¿me lee alguien por alguna parte?), pero a veces resulta
inevitable. Parece necesario salir un rato al recreo, cuando menos. Echar un
cigarro metafísico, que en todos los trabajos se fuma.
Aburre escuchar a tanto prócer expresarse
con lugares comunes (tanta prosa gris y mediocre, sin gracia alguna) y asegurar
que posee la varita mágica para solucionar lo que sea (desde la inserción de
Catalunya en España o su independencia plena hasta la receta del lacón con
grelos), y en el fondo defender su chiringuito (qué casualidad, que en sus eruditas
elucubraciones siempre resulta imprescindible y sale bien parado). Y más este
año, en que se elige a jefes de tribu en Catalunya y en España, lo que queda
por oír y ya hemos empezado a escuchar. La mediocridad lo impregna todo, y
percibimos, incluso, lo mutable que es el pasado (¡qué sorprendentemente vivo
está el pasado!). En ocasiones está uno harto de clamar en el desierto, de ser
puente en todas partes y de llevarse leña por todas esas partes (pues el puente
es lo primero que vuela en cualquier guerra, como sabe cualquier estratega
bélico). Entran ganas de emitir un comunicado: “señores, mátense
civilizadamente, y quien sobreviva, que llame para tomar café y reorganizar
esto”. Pero claro, luego ves a los inmigrantes que llegan a Europa buscando “la
llave falsa de la tierra prometida”, como cantaba Sabina, huyendo de la muerte,
y el recreo termina: hay que remangarse y echar una mano, pues no hacerlo sería
miserable. Pero una cosa no quita la otra: estoy harto, incluso, de sesudos
textos cargados de citas en inglés firmados por presuntas eminencias que,
curiosamente, terminan defendiendo lo que interesa al señorito de dicha eminencia,
más o menos oculto.
Conectan mis inquietudes con un
debate que Umberto Eco planteara hace algunos años con interesante gracia
creativa: ¿cuál es el papel del intelectual frente a
los hechos que vive y, en concreto, frente al poder? Umberto Eco proponía llamar
a los bomberos cuando se quema la casa, pues entendía que el primer deber de
los intelectuales es permanecer callados cuando no sirven para nada y, así, no reprochar
a Platón el que no hubiera propuesto un remedio para la gastritis. Antonio
Tabucchi, en un sugerente texto publicado por Anagrama (Anagrama: siempre
empeñada en hacernos mejores, como más civilizados) motivaba cómo sí
corresponde al intelectual reprochar a Platón que no inventara el remedio para
la gastritis, estaría bueno.
Mi
corazón me coloca con Tabucchi, pero mi experiencia me dice que,
desgraciadamente, cuando el intelectual marca el número de los bomberos más
veces de las que debiera el teléfono comunica.
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